jueves, 22 de octubre de 2009




Stefan Zweig, un heraldo europeo del humanismo universal.



Por Jorge Castellón






Hay autores que escriben para el lenguaje, otros, siguiendo una responsabilidad social, y otros más, para sí mismos. Hay autores que lo hacen para la posteridad, fieles más a una responsabilidad humana, a una labor ética, atemporal, que a un impulso vacuo de la fama. A estos últimos pertenece ese extraordinario escritor de la primera mitad del siglo XX, cuya obra parece a veces caer en un injusto olvido y estar relegada –a despecho de su genuina intención-, a una minoría culta, a los especialistas, o a los coleccionistas de obras raras, nos referimos a ese magnífico ensayista, novelista, biógrafo, traductor y poeta Stefan Zweig.



Si hay alguien ausente el día de hoy, al final de la primera década del siglo XXI, dentro del mundo no sólo de la literatura, sino del pensamiento progresista, del espíritu humanizador de la cultura, es alguien que guarde, que registre y que destaque, todas aquellas gestas anónimas que con inteligencia, con nobleza, con valentía, con palabras habladas y escritas, realizan hombres y mujeres a favor de la paz y de la justicia del mundo, y que quedan relegadas al olvido de las historias oficiales. Alguien que con su obra, haga más visible y sonoro el bien que florece en el mundo, que el ruido destructor del mal que nos rodea. Alguien que fiel a la verdad, busque, investigue, indague, coteje y aclare, y con lucidez y belleza nos muestre la esperanza en nuestras propias obras humanas. Alguien que continúe la tarea inconclusa, que dejó sobre su escritorio en Petrópolis, Stefan Zweig.



No es tarea fácil presentar su obra, que es inmensa, pero es tarea necesaria referirse a ella permanentemente. De igual forma, comentar su obra obliga a hacer hincapié en un aspecto, a desmedro- injustamente- de otras vertientes de su trabajo. Por otro lado, para estudiar su obra desde una vertiente específica, digamos, la de biógrafo, es lo más justo, hacerlo como su obra merece: con profundidad y detalle. Dicho esto, a lo que se puede pretender aquí, es a esbozar las preocupaciones principales que recorren la obra toda de Zweig y si es posible, poner en claro la misión, explicita e implícita, que como escritor que vive ambas guerras mundiales, el autor asume como tarea personal.



Su formación es profunda y es amplia, lograda a través del contacto temprano con las personas más insignes de la cultura y la ciencia europea, pero, yendo a fondo en su trato, desarrollando con ellos una sólida amistad y un significativo intercambio de ideas: con el poeta belga Emile Verhaeren -a quien traduce-; con el inmortal Hesse, -cuya mutua correspondencia se ha publicado en español en la recién pasada primavera-; con Romain Rolland, quien le influencia profundamente; con August Rodin, a quien admira en su pasión artística; con Máximo Gorki, a quien guarda un sincero respeto.



En El mundo de ayer, su autobiografía –publicada en 1955 en idioma español por Editorial Juventud-, se puede apreciar su intensa vida de intercambios personales en un tomo siempre más que significativo y de franca amistad. Por otra parte, este libro resulta el medio principal para, como lector, iniciar también una amistad de por vida con su autor.



Zweig domina el alemán, el inglés, el francés, el español, el italiano, y posee sólidos conocimientos de las lenguas clásicas, esto le permite una comunicación clara y fina con el mundo que le rodea y con su mejor tradición cultural. Viaja a Latinoamérica por primera vez en 1936, y de cuyos viajes se conservan algunas conferenciasi de las diez dictadas en 1940 en Río de Janeiro, Buenos Aires, Córdova, Rosario, Montevideo. En su primera presentación en Buenos Aires -según cuenta Zweig en una carta a su esposa desde Argentina, fechada 30 de octubre de 1940ii- acuden unas 1,500 personas.



En su descubrimiento de Brasil, el encantamiento con esa tierra es tal, que en 1941 publica Brasil: tierra del futuro, que con sus 300 páginas brinda una de las monografías más completas y amenas escritas acerca la República del Brasil. En el capítulo sobre Río de Janeiro, Zweig dice: “No one who has ever been here wants to leave. At each departure from this enchanting town one longs to return. Beauty is rare, but perfect beauty is almost a dream. This city of all cities makes this dream come true even in the darknest hour, for there is no city in the world capable of offering more comfort”. iii Y es allí, en un paraje que recuerda su terruño, adonde ha de regresar en sus días postreros.



Con seguridad puede decirse que el joven Stefan inicia su encuentro con el arte a través de la poesía. Escribe versos, y a la edad de 20 años publica su primer libro: el poemario Cuerdas de plata. Y como todo aquel que busca ser poeta o poetiza, sueña con rozar las cúspides que otros ya han alcanzado, ésos que para el aprendiz son sus modelos, sus guías, sus maestros. Esa actitud de humildad del joven que crea, pero que reconoce la grandeza inalcanzable de otros, es una actitud permanente en Zweig, sin la cuál, no hubiese realizado su insigne obra. Dicho de otra forma, el principal rasgo del carácter de este artista fue su humildad, que le permitía valorar, apreciar la obra ajena en toda su magnitud. Zweig inmediatamente se enamora de ese acto creativo, portentoso, de aquellos a quienes admira. Traduciendo al poeta belga, Emile Verhaeren, por ejemplo, no sólo busca perfeccionar sus recursos expresivos en su lengua natal, tal como él se lo propuso en ese momento de su vida, sino, respetar, ser fiel y destacar aun más la obra del poeta a quien más admiraba. Traducir era respetar y dar a conocer a otros, lo que amaba: Baudelaire, Verlaine, Rilke. Al mismo tiempo, ese profundo respeto y humildad se apareja no sólo con su curiosidad inquieta, sino con su siempre fresco asombro por lo nuevo descubierto.



Es que Zweig tiene siempre una capacidad renovada y juvenil para el asombro. Y aquel que posee eso, parafraseando a Picasso, en el arte no busca, sino encuentra. Nuestro apreciado autor vive en permanente encuentro con lo bello, gracias a esa inusitada cualidad que su espíritu tiene de asombrarse, de dejarse maravillar por la obra ajena.



De aquí nace en el joven Zweig el asiduo interés por rescatar, coleccionar, conservar y estudiar los manuscritos, los primeros esbozos originales, los primeros ensayos de las grandes obras, sean literarias o musicales. Y este interés nace, pues, por el creciente enigma y asombro que en él va despertando el acto creativo, y particularmente el acto creativo artístico. ¿Cómo nace la obra de arte? Esa es la gran incógnita que obsesiona al joven escritor. Y de ahí que intenta rastrear ese enigma, en el proceso creativo mismo, en el manuscrito original, con sus marcas, subrayados, tachaduras y notas. Con la constricción o soltura, la aprehensión o firmeza de la letra de aquel o aquella que crea. Al respecto dice: “[ ]así hallamos la posibilidad de descubrir algo del secreto del artista mediante las huellas que deja al realizar su tarea. Esas huellas que el artista deja en el lugar de su acción son sus trabajos previos; los primeros esquemas que el pintor hace de sus cuadros, los manuscritos y borradores del poeta y del músico.” iv



Para Stefan Zweig, pues, el mayor arcano del universo es la creación, y –ya se dijo- particularmente, la creación artística. De igual forma, para él, lo digno de escribirse es ese momento, esa circunstancia personal e histórica, en que – dicho con palabras de Borges- un individuo, sea hombre o mujer, se enfrenta con su destino. Y mientras en la ficción y en la brevedad, el relato perfecto de ese momento único se le atribuye al argentino, en la biografía, por su parte, la narración minuciosa de esa circunstancia y de los sentimientos con la que una persona los vive, aquí, la perfección literaria es toda del austríaco. Y así, cuando el destino es la obra artística, la creación luminosa cuya luz alcanza a toda la posteridad, más aún Zweig ha de rendir años de su vida al esfuerzo para ofrecernos un destello, captado literariamente, de aquel ser humano trasmutado en esa obra que crea.



Más tarde, ya no sólo le interesa la apoteosis creativa y la tragedia del artista, también, la vivencia del que descubre, del que reta lo humanamente invencible por fidelidad a sus convicciones e ideas, del que es fiel a su verdad y a si mismo, o del que se entrega a su propia fatalidad como un condenado y con ello define un hecho significativo en la historia. En la introducción a su obra Momentos estelares de la humanidad. Doce miniaturas históricas –publicada originalmente en 1927-, Zweig nos dice: “Paralelamente a lo que acontece en el mundo del arte, en que un genio perdura a través de los tiempos, en la Historia un momento determinado marca el rumbo de siglos y siglos”v. En esos momentos, que el llama estelares, concentra mucho de su esfuerzo como historiador, biógrafo y escritor, y nos invita a vivenciarlos, a participar de esas circunstancias donde algo nuevo fue agregado a la cultura y a la historia: el descubrimiento del océano pacifico; la conquista de Bizancio; el genio de una noche que creó La marsellesa; el descubrimiento de El Dorado; la lucha de Handel para para dar a luz el Mesías, etc.
De esta forma, una de sus biografías más conocidas, Magallanes, es un minucioso y pormenorizado relato que nos habla de un carácter, un ideal, una convicción, y de cómo esas dimensiones subjetivas se conjugan con las fuerzas históricas, con las condicionantes económicas de la historia en un determinado momento del devenir humano, y crean una gesta: el primer viaje alrededor del mundo. Sin idealismos ni diabolizaciones, Fernando de Magallanes es puesto en el lugar que le corresponde: como un hombre que busca realizar su idea, que concentra lo mejor de si en su obra, y que deja su vida en el intento, no sin heredar a la historia un hecho que no ha tenido precedentes.



No menos admirables son las obras que dedica a María Estuardo y María Antonieta, el retrato de sendos momentos personales que se colocan al centro de complejas encrucijadas sociales y políticas, pero donde de la persona, se muestra lo más esencial, en su heroísmo o su miseria. Y que decir de Fouché el genio tenebroso, el genio de la intriga. Una acuarela de la astucia, un retrato moral que devela una época.



En resumen, Zweig en sus libros nos termina ofreciendo una amplia obra que nos cuenta sobre la aventura humana en su pasión por descubrir, por crear; en su tragedia y en su vicio, en su sonrisa con el mal, pero fundamentalmente - y esto es lo que se desea recalcar-, por hacer prevalecer, pese a invencibles obstáculos, los mejores ideales de justicia, libertad espiritual y paz.





Una aventura en la que vidas y destinos se ven jaloneados por un hado particular, un fatum personal que al final les define, pero que al mismo tiempo, por medio de ese destino se ha de agregar algo imperecedero a la historia de lo bello, lo verdadero y lo bueno. La pasión creadora de Balzac, Marceline Desborde-Valmore, Dickens, Tolstoi; Holdering, Kleist, Nietzsche; Dostoievsky, Freud, Rodin y una lista interminable de aquéllos y aquellas que han ido construyendo eso, que hoy consideramos como parte imprescindible de lo mejor de la cultura moral y artística de la humanidad.



Como se revela en esa obra fundamental, Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia, un hombre desconocido se eleva por encima de la norma moral de su sociedad en un momento de la historia, y en aquella su defensa a favor de Miguel de Servet, en esa lucha de un hombre solo frente a un poder muchísimo más fuerte que él, Sebastian Castellio descubre y se entrega a una misión personal que concentra todas las energías de su vida. Dice el autor al respecto: “Castellio, como un rayo iluminador en medio de la noche oscura de aquel siglo, le observa [a Calvino] con estas inmortales palabras” - y cita las inmortales palabras de este humanista: “Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre. Cuando los ginebrinos ejecutaron a Servet no defendieron ninguna doctrina, sacrificaron a un hombre. Y no se hace profesión de la propia fe quemando a otro hombre, sino únicamente dejándose quemar uno mismo por esa fe’”vi Así, no sólo es el acto, sino la convicción y la idea humanizadora que orienta ese acto, lo que el biógrafo nos devela en los que son objeto de sus trabajos biográficos. . Este proceso va forjando a lo largo de la propia vida de Zweig, una idea más general, una suerte de principios éticos que entretejen toda la obra que este autor nos depara hasta el final de su vida.



Es difícil escoger la obra maestra de este escritor. Como biógrafo, tiene la dicha de ser apreciado por diferentes lectores, desde los jóvenes que se asoman al mar de los hechos del pasado por vez primera, hasta la de los eruditos, que encuentran en sus libros el rostro, el alma y el cuerpo humano, dentro del frío hecho histórico, descarnado, que mencionan las enciclopedias. No obstante, Zweig también es un novelista, un poeta y un traductor. Y en esas vertientes parece haber a la distancia, un cause común, donde esas aguas se juntan y dan forma al objetivo final de su obra: comprender el acto humano -¡vaya tarea¡- y compartirnos el secreto silencioso que guarda en el corazón una persona, para mejor entendernos a nosotros mismos y a nuestras pasiones: la culpa, el miedo, la ambición, los celos, los anhelos, la ira, la soberbia, el amor, el ideal, la honestidad, y todo aquello de lo que estamos hechos.



Qué otra cosa puede esperarse de un leal amigo de Sigmund Freud, al que, como es sabido, por muchos años ha de visitar semanalmente mientras ambos viven en Inglaterra, y a quien dirige una de las más hermosas elegías que podemos conocer, donde entre otras cosas, destaca más que nada la honestidad científica del que fuera su compañero de exilio y su amigo de ideas. Porque leyendo a Zweig, uno guarda silencio y admira más que nada, el juicio equilibrado, la justa sentencia, la empatía, la sutil propuesta de una perspectiva nueva frente a un hecho conocido, y que nos hace, verlo diferente. Lo mejor que Zweig toma de Freud, es, desde sus propia subjetividad como escritor, dimensionar el acto humano, destacar sus motivaciones internas, adherirlo a la personalidad toda del que vive, y descubrirlo en un momento específico, concreto, de aquella vida, no como un organismo que reacciona, sino, como una persona que es fiel a si misma, en su error o en su acierto, en medio de una circunstancia histórica irrepetible.



En una ocasión, Zweig anota: “Vivimos miríadas de segundos y, sin embargo, no hay nunca más que uno, sólo uno, que pone en ebullición todo nuestro mundo interior: el segundo en que (Stendhal lo describió) la flor interna, empapada ya con todos sus jugos, realiza como un relámpago su cristalización –segundo mágico, semejante al de la procreación y, como ella, oculto en el seno izquierdo de su propio cuerpo, invisible, intangible, imperceptible-, misterio que no es vivido mas que una sola vezvii.



Sin esa perspectiva, no puede unos acercarse a la obra de este insigne biógrafo y ensayista, sin saber, que hemos de encontrarnos, no con una lista de hechos sucesivos, sino, con una reflexión fina sobre los sentimientos, una psicología que parece respetar esa máxima filosófica de Ortega y Gasset: Yo soy yo y mi circunstancia, y que se ve aplicada eficazmente en el estudio de todas esas personas, mujeres y hombres, a las que les dedicó su trabajo como biógrafo.



Pero hay otro aspecto fundamental en la filosofía personal de Zweig, y qué mejor fuente para acercarnos a ello que esa breve obra suya llamada Los ojos del hermano eterno -la cual ve la luz en idioma español en 1957-, y donde Zweig nos narra una sencilla y a la vez, profunda historia de un hombre –Virata- que encuentra la felicidad sirviendo a otros, después de haber intentado encontrar felicidad huyendo de toda acción, de todo acto, concluyendo al final que “…también la inacción es una acción […]Porque el libre no tiene tal libertad, y el inactivo no por serlo escapa al error. Sólo quien es útil es libre: quien da su voluntad a otro y su energía a una labor, y trabaja sin querer saber más. Y concluye: Solo la parte media del acto es labor nuestra. Su comienzo y su fin, su causa y su efecto, son de los dioses.viii Zweig, entrega toda su voluntad a su obra única.





Ejercita su libertad como artista a través de su entrega absoluta a su cometido, sin saber del alcance de su obra, ni el alcance mismo de su propia vida mortal. Trabaja incansablemente, casi anticipando la brevedad de su vida. Se entrega a la tarea de su presente, a su misión personal en su muy propia circunstancia.



El autor comprende que la acción humana es limitada y en su esencia, ajena por sus causas y efectos, a la vida que la engendra: sólo la parte media del acto es labor nuestra, dice. Y en ese reducido espacio que a la persona le es dada, que será único, está toda la oportunidad que tenemos para entregarnos a la vida, para gozarla y abonarla con la magia de nuestro acto creativo, cuyos frutos, nos serán ajenos. Sólo somos dueños del presente, la obra que ejecutamos, es la que debemos concluir.



Pero Zweig, con su tarea de escritor no solamente nos trae del pasado todo el legado humanista que cabe en cada uno de sus libros, mejor, todas esas vidas que saliendo del olvido al que las ha relegado el pasado, él yergue, para hacerlas presentes como personalidades vivas, se convierten en referentes necesarios para el conocimiento de nuestro tiempo. Así, el autor no sólo eterniza un momento de una vida particular, al mismo tiempo, nos da lo mejor de ese instante en su tarea no sólo de un escritor, sino, de el escritor que se adhiere a un humanismo, a una responsabilidad por lo que acontece en el presente o pueda ocurrir en el futuro de la humanidad toda.



En su libro sobre Erasmo de Roterdam, escribe, refiriéndose a este humanista del Renacimiento: “…sus ideas, sus deseos y sueños han dominado a Europa durante una hora universal de su historia, y es una fatalidad para él, y al mismo tiempo para nosotros que esta pura voluntad espiritual de una definitiva unificación y pacificación de Occidente sólo haya sido un entreacto, rápidamente olvidado, de la tragedia, escrita con sangre, de la común patria.”ix Zweig nos expone la circunstancia histórica dentro de la que una determinada personalidad vive, pero nos presenta al mismo tiempo, la grandeza de la circunstancia interna, de la actitud espiritual de ese individuo real, frente al mundo que le toca vivir. Es decir, conocemos a aquellas personas, que han entregado su vida sólo a si mismos, y que obedeciendo a sus propias convicciones, han sido libres, útiles, y que han encontrado en su preocupación por el otro, la insignia de su sino.



Indudablemente, su preocupación primera, es salvar a los humanistas, a los heraldos de la paz, del diálogo, de la razón, salvarlos del ruido con el que el mundo persistentemente los ha olvidado, a ese grupo de hombres y mujeres que se relevan en el tiempo para mantener viva la esperanza de la humanidad.



En ese mismo libro sobre Erasmo, Zweig nos brinda una idea básica que impregna su trabajo como escritor, cuando dice: “Humanista puede llegar a serlo sólo aquel que sienta aspiraciones hacia la educación y la cultura; todo ser humano de cualquier categoría social, hombre o mujer, caballero o sacerdote, rey o mercader, laico o fraile, tiene acceso a esta libre comunidad, a nadie se le pregunta por sus orígenes, su raza y clase social, por su idioma y nación.”x Y es precisamente en la educación de las nuevas generaciones donde él, ve su cometido.



¡Digámoslo de una vez!, la tarea intima de Zweig, es educar por medio de la memoria histórica de la humanidad. Sus libros, llevan no sólo la intención de informar del pasado, ya se dijo, sino, de educar el mundo espiritual de las generaciones jóvenes.



En otra obra de Zweig, La lucha contra el mundo, -ese minucioso libro sobre la obra de Romain Rolland-, el autor resalta el contenido de la carta que Tolstoi envía a Rolland y que parece ser otra columna básica de los principios morales del propio Zweig, a saber: “…sólo tiene un valor aquello que se propone unir a los hombres, y que sólo cuenta aquel artista que hace un sacrificio en holocausto de su convicción. Considera – sigue Zweig parafraseando a Tolstoi- que la condición previa de toda verdadera vocación no consiste en el amor al arte, sino en el amor a la humanidad.” xi Y es ese espíritu de amor a la humanidad, lo que de inmediato se escapa al abrir las páginas de las obras de este biógrafo.



Su último ensayo, Montaigne, queda inconcluso en el papel. Quizás al quitarse la vida, Zweig lo concluye radicalmente al querer conservar con ese acto fatal, la independencia de su espíritu frente a la calamidad que el ve inevitable en medio de la oscuridad de la Segunda Guerra Mundial. Al parecer comprende que en la calamidad del mundo su alma moral y artística no podrá ya sobrevivir. No podrá ser feliz, rodeado de la absoluta tristeza del mundo. No quiere presenciar -este hombre que atesora para la memoria, los esfuerzos de los humanistas a favor de la paz y la solidaridad entre los pueblos-, no puede presenciar digo, el derrumbe de la cultura, de la razón, del valor del espíritu humano creativo al cuál él ha dedicado su vida entera.



Paradójicamente, en su también última novela, Novela de ajedrezxii, pequeña obra magistral, Zweig tal vez nos presenta su propia lucha consigo mismo. Quizás, en ese juego consigo mismo que ejecuta su personaje, “el señor B”, en esa escisión de una misma persona en un jugador de las piezas negras y un jugador de las piezas blancas, esté la misma lucha del escritor consigo mismo, en la que nadie parece salir derrotado, pero en la que ambos se agotan, es decir, en la que el mismo se agota… sin saberlo.



Me parece escuchar a Borges cuando escribe:



Dios mueve al jugador, y este, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?



Muere un 23 de febrero por la tarde, junto a su segunda esposa, Son encontrados en su dormitorio yacientes sobre su cama. No se les realiza ninguna autopsia… Es correcto pensar que cuando Zweig escribe la primera palabra de su autobiografía, un año antes de su muerte, ya pensaba en el final cercano de su vida. Como también, permítasele al que escribe esta nota, suponer, que la eutanasia consumada por Freud, deja una impronta indeleble en su amigo, que de alguna forma la emula, para acabar con su propio dolor espiritual.



En una nota póstuma, Zweig deja escrito:“Saludo a mis amigos, Quizás ellos vivan el amanecer tras la larga noche. Yo estoy demasiado impaciente y parto solo”. Gabriela mistral, su vecina y amiga de ese entonces, comentaría con profunda verdad: “Murió de guerra.”



Houston, Texas. Julio de 2009

Publicado en Revista Amsterdamsur, Octubre 2009. Holanda.

www.amsterdamsur.nl






Notas:
i Stefan Zweig. El misterio de la creación artística. Sequitur. Madrid 2007. p. 11.
ii Ibid p. 8.
iii Brazil, Land of the future. The Viking Press. New York .1941. p. 210 (El subrayado es mío)
iv Obra citada. 2007. Pagina 26.
v Momentos estelares de la humanidad. Doce miniaturas históricas. Editorial juventud. Barcelona. Octava edición. 2003.
vi . Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia. Editorial Acantilado. Primera edición 2001. Reimpreso 2007. Barcelona. P. 196
vii La confusión de los sentimientos. Editorial Época. México. 1991. p. 11
viii Los ojos del hermano eterno. Editorial Juventud. Barcelona. Cuarta edición 1983. p. 74-75
ix Erasmo de Roterdam. Editorial Juventud. Barcelona. Segunda edición. 1986. p. 97.
x Ibid. P. 98.
xi La lucha contra el mundo. Mateu-Editor. Barcelona. Sin fecha. p. 18.
xii Novela de ajedrez. Editorial Acantilado. Barcelona. Sexta reimpresión. 2007

domingo, 29 de marzo de 2009

Imagen de Cortázar






Imagen de Julio Cortázar
Ignacio Solares

LA OTREDAD

Habría que retomar la revelación que Cortázar le hizo a Aurora poco antes de morir: "No te preocupes más por mí. Voy a marcharme a mi ciudad", y que se cumple y complementa con la que cita Omar Prego: "Es una ciudad en la cual yo nunca he estado en esta vida despierto."

La muerte, parece, no cabía en ese sitio privilegiado, que además fue la fuente de su literatura.

Toda la novela 62, modelo para armar transcurre en esas tierras fantasmales en las que el tiempo del sueño alcanza una validez verbal definitiva dentro de la obra cortazariana. Los sitios, las calles, los muebles de un cuarto, los árboles que se divisan desde una ventana (hay un árbol "enmascarado por la noche") se encuentran en una zona franca de atracción de lo inconsciente, al modo en que el músico puede ir pautando una imagen sonora para fijarla. Tal vez porque son personajes de un sueño, es que surgieron del capítulo 62 de Rayuela:

...fuerzas habitantes, extranjeras, que avanzan en procura de su derecho de ciudad. Una búsqueda superior a nosotros mismos como individuos y que nos usa para sus fines, una oscura necesidad de evadir el estado de homo sapiens hacia... ¿qué homo?
Un escritor no elige sus temas -en ocasiones ni siquiera los sitios en donde transcurren esos temas-, en el mismo sentido en que ningún hombre es libre de elegir sus sueños o sus pesadillas. Por eso la creación literaria consiste no tanto en inventar como en transformar, en transvasar ciertos contenidos de la subjetividad más estricta a un plano objetivo de la realidad. Cortázar contaba para esa tarea con la admirable -y angustiosa- característica de todo poeta verdadero: la de ser "otro", en el sentido más onírico del término... y hasta diurno:

Un día de sol como el de hoy -lo fantástico sucede en condiciones muy comunes y normales- yo estaba caminando por la rue de Rennes y en un momento dado supe -sin animarme a mirar- que yo mismo estaba caminando a mi lado. Algo de mi ojo debía ver alguna cosa porque yo, con una sensación de horror espantoso, sentía mi desdoblamiento físico. Al mismo tiempo razonaba muy lúcidamente: me metí en un bar, pedí un café doble amargo y me lo bebí de golpe. Me quedé esperando y de pronto comprendí que ya podía mirar, que yo ya no estaba a mi lado.
Aunque aquella experiencia haya sido excepcional en su vida -producto de un medicamento que le prescribieron para sus jaquecas crónicas-, el tema del desdoblamiento se quedará permanentemente en sus sueños y en su literatura. Está en "Una flor amarilla" -en donde el personaje se encuentra con un niño que es él mismo en otra etapa-, en "Lejana", en "Los pasos en las huellas", en "La noche boca arriba" y, por supuesto, en esos "dobles" que son Oliveira-Traveler y la Maga-Talita.

En el propio Oliveira hay un desdoblamiento -muy parecido al que padeció Cortázar en la realidad - en el capítulo 84 de Rayuela, y a partir de una entrevisión:

Es muy simple, toda exaltación o depresión me empuja a un estado propicio a
lo llamaré paravisiones

es decir (lo malo es eso, decirlo)
una aptitud instantánea para salirme, para de pronto desde fuera aprehenderme, o desde dentro pero en otro plano, como si yo fuera alguien que me está mirando
(mejor todavía –porque en realidad no me veo–: como alguien que me está viviendo).
No dura nada, dos pasos en la calle, el tiempo de respirar profundamente (a veces al despertarse dura un poco más, pero entonces es fabuloso)
y en ese instante sé lo que soy porque estoy exactamente sabiendo lo que no soy (eso que ignoraré luego astutamente). Pero no hay palabras para una materia entre palabra y visión pura, como un bloque de evidencia. Imposible objetivar, precisar esa defectividad que aprehendí en el instante y que era clara ausencia o claro error o clara insuficiencia, pero
sin saber de qué, qué.


Rayuela está plagada de acción y de sucesos, sin duda, pero lo verdaderamente importante que en ella ocurre no es lo que pueda resumirse y cifrarse de manera concreta -los avatares existenciales de Oliveira, las raras coincidencias que lo acercan o alejan de la Maga, la muerte de Rocamadour, las crípticas conversaciones con los amigos, las numerosas referencias a libros y obras musicales con que envuelve y enriquece su libro el astuto narrador-, lo verdaderamente importante de Rayuela es que nos revela una realidad otra, distinta de la que sirve de escenario a los sucesos, que se va trasluciendo al sesgo conforme se avanza -y brinca- en los capítulos que la componen, obligándonos a compartir la certidumbre de que la verdadera vida, la genuina realidad, está escondida bajo aquella en la que conscientemente vivimos.

La historia de un escritor, dice Roland Barthes, es la historia de un tema y sus variaciones. La culpa en Dostoievsky, el juicio en Kafka, la nostalgia en Proust, el absurdo en Camus, la aventura en Hemingway, el laberinto en Borges. En el caso de Cortázar ese tema es, precisamente, la otredad. Obsesiva, recurrente, esa intención central abraza su obra. Un tema único que sus ficciones van desarrollando a saltos y retrocesos, desde perspectivas diferentes y métodos distintos. Este denominador común hace que sus cuentos y novelas -y hasta buena parte de sus ensayos- puedan leerse como fragmentos de un vasto, disperso, pero al mismo tiempo riguroso proyecto creador, dentro del cual encuentra cada uno de ellos su plena significación y hasta su posible interpretación: tal como sucede en un sueño, con un contenido manifiesto y un contenido latente:

La búsqueda de lo otro es el tema y la razón de ser de Rayuela. Todo el libro gira en torno a ese sentimiento de falta, de ausencia, y aunque el protagonista está lejos de llegar a la meta que vagamente entrevé, su epopeya cósmica, no es más que esa especie de búsqueda de un Santo Grial en el que no hay la sangre de un dios, sino quizás el dios mismo; pero ese dios sería el hombre, aquí abajo, el hombre libre de todo lo que lo condiciona y lo deforma, empezando por los dioses mismos.
Cortázar aseguraba haber leído en sus años juveniles toda la obra de Freud, con un interés creciente y, casi, como si se tratara de una novela policíaca. Aunque nunca quiso psicoanalizarse porque temía -como casi todos los artistas- que se afectara la fuente de su creatividad, el tema debió haberle dejado un buen sustrato que debió reflejarse en su literatura. Como ha escrito Alberto Paredes: "Hay una ley absoluta en Cortázar: no se puede negar una realidad, máxime si irrumpe bajo la fantasmagoría de la otredad." En efecto, cuando se intenta hacerlo, esa realidad que se niega inventa nuevas formas de asedio, por lo que regresa, implacable, a ocupar el espacio vital del ámbito en que se le reprimió. A la vuelta de la esquina acecha siempre lo que no queremos ver.

Sintomáticamente (algo diría Freud de eso), el tema de su primer artículo, publicado a los veintisiete años, en 1941 -y firmado con el seudónimo de Julio Denis- es, en efecto, sobre Rimbaud y la otredad. En ese artículo, como muy bien ha visto Jaime Alazraki, está ya todo Cortázar. En cinco páginas hizo casi el guión a seguir, no sólo de su obra sino en buena parte de su vida.
Antes de hablar del artículo, habría que hacer referencia al lugar y a las condiciones en que fue escrito. Dice el propio Cortázar:

Entre los años del 37 y el 44, viví completamente aislado y solitario. Resolví ese problema, si se puede llamar resolverlo, gracias a una cuestión de temperamento. Siempre fui muy metido para adentro. Vivía en pequeñas ciudades donde había muy poca gente interesante, prácticamente nadie. Me pasaba el día en mi habitación del hotel o en la pensión donde vivía, leyendo y estudiando. Eso me fue útil y al mismo tiempo peligroso. Fue útil en la medida en que devoré millares de libros. Toda la información libresca que puedo tener la fundé en esos años. También escribí bastante, aunque publicaba muy poco. Fue una época peligrosa en el sentido de que me quitó una buena dosis de experiencia de vida y hasta de vitalidad.

Ahora bien, el artículo sobre Rimbaud empieza con una toma de posiciones:
Car je est un autre…, creencia de que órdenes inconscientes, categorías abisales del Ser, rigen y condicionan siempre a la Poesía.

¿No es el poeta aquél que fija las imágenes, retiene su doble fugacidad de contenido y modo en el verso? La fantasía es el lujo del hombre que se sabe “otro”, el juego de iniciación más real y divertido –y en consecuencia el más peligroso. Sólo el poeta puede extraer de ese juego las sustancias absolutas, el elíxir que lo regresa a su diurna condición de doctor Jekyll.
El artículo continúa con el descenso a los infiernos -que también Cortázar llevó muy a fondo- como proyecto vital:

El descenso a los infiernos de Rimbaud -je me crois en enfer, donc j'y suis- era una tentativa por encontrar la Vida que su naturaleza le reclamaba. La desesperación, la amargura, el insulto, todo lo que lo subleva ante la contemplación de la existencia burguesa que se ve obligado a soportar, es prueba de que en él hay ante todo un hombre ansioso de vivir…
Se comprende que el surrealismo -empresa por sobre todo de sinceridad- haya reivindicado en Rimbaud un comportamiento vital de la más alta importancia, con todo lo que implica de crueldad, de dolor, de contradicción y de intento de unidad. Para un hombre con estas características, su poética -insistirá el surrealismo- es siempre poesía en acción, incluso aunque se dé extraverbalmente. O en especial cuando se da extraverbalmente.

-¡Pobrecito! -dicen los mayores cuando ven en la cuna a un niño que se queja de un dolor sin poder precisarlo–. No sabe dónde le duele.

Un hombre que malconozca su idioma, difícilmente sabrá decir dónde le duele y, a veces peor, dónde se alegra. Los supremos conocedores del lenguaje, los que lo recrean, los poetas, pueden definirse, según Pedro Salinas, "como los seres que saben decir mejor que nadie dónde les duele". Hay negro y hay blanco. Placer y dolor. Si dialécticamente no se consigue superarlos -tarea a la que se consagra la metafísica y, de alguna manera, también la ciencia-, el poeta busca entonces la fusión de los contrarios. Agita enloquecido el calidoscopio y no descansa hasta juntar el vidriecito negro con la piedrita blanca. Placer y dolor. El desarreglo de los sentidos y la trascendencia. El mundo es un problema mal resuelto si no contiene, en alguna parte de su angustiosa diversidad, el encuentro de cada cosa con todas las demás.

Continúa Cortázar:
Rimbaud quiere abrirse camino a través del infierno, a través de la Poesía , y alcanzar por fin la conquista de su propio Yo, libre de condicionantes insoportables [...] La Poesía no sería sino el peldaño supremo desde el cual le sería dada la contemplación de sí mismo, desnudo de escoria, diamante ya, enfrentándose con lo divino de igual a igual.

A posibles fórmulas de trascendencia -¿cómo no pensar aquí en Dostoievsky?- el artista incorpora la suya: por la belleza se va a lo eterno. Esa belleza, que será depositaria de su esperanza de creador (Creador), lo resume, preserva y hace de él un demiurgo. Verdad estética que, como quería Platón, es la Verdad a secas. En un texto de seis años después, Teoría del túnel, Cortázar regresa a esta idea de lo religioso en relación con lo artístico:

La angustia del artista nace en gran medida de la dura, solitaria y dudosa batalla que libra consigo mismo para escapar a toda tentación religiosa tradicional.
Su antipatía por la Iglesia católica -que no por la figura de Cristo, a quien llamó "cronopio de altísimas antenas"- se manifiesta a lo largo de toda su obra, pero muy en especial en una anécdota que narró Luis Buñuel. Para una exhibición privada de La vía láctea invitó a Cortázar y a Carlos Fuentes, con quienes compartía temas y obsesiones. Al final de la exhibición, Fuentes corrió emocionado a abrazar a Buñuel. Cortázar, por el contrario, se despidió amablemente sin hacer comentario alguno. Buñuel le preguntó a Fuentes qué sucedía. La respuesta de Fuentes nos invita a revisar, desde esta perspectiva, la obra de Buñuel no menos que la de Cortázar:

No le gustó a Julio la película porque, dijo, parece pagada por el Vaticano.









Publicado en Suplemeto La Jornada



México, 29 de marzo de 2009

domingo, 22 de febrero de 2009

Conmemorando a Cortázar


Ignacio Solares, José Agustín, Gonzalo Celorio y Leo Mendoza celebran la efeméride


Cortázar es la mejor puerta para los jóvenes, a 25 años de partir

■ Fue el escritor de la ternura, muchas mujeres lo quisieron y él fue feliz al lado de su esposa, dice Elena Poniatowska

■ El interés por el autor de El perseguidor es absoluto en la UNAM
Ana Mónica Rodríguez y Fabiola Palapa Quijas

A 25 años de la muerte de Julio Cortázar, cuya efeméride se cumple este 12 de febrero, autores mexicanos vierten para La Jornada diversas reflexiones sobre la prolífica obra y trayectoria del escritor argentino.
También del autor de Rayuela se publicarán, a lo largo de este 2009, textos inéditos agrupados en el libro Papeles inesperados y se reditarán los libros Último round y La vuelta al día en 80 mundos a 40 años de haberse publicado.
Para José Agustín, la imagen y obra de Cortázar se encuentra entre dos vertientes: los cortazarianos y aquellos otros que no confluían con el estilo literario del autor de Bestiario.
“Julio Cortázar se encuentra presente de una forma positiva y también negativa ante las nuevas generaciones de escritores; pero lo importante es que el personaje simplemente no es ignorado.”
Por otra parte, “mi generación y una anterior siempre fuimos muy cortazarianos y seguidores de este cuentista extraordinario y gran constructor de novelas, quien no siempre acertó pero construyó piezas de altura mundial.”
“Lo leímos en su momento, lo asimilamos en su tiempo y sobre todo comprendimos sus sueños, trucos, recursos literarios y todo ese juego experimental que lo caracterizó en Rayuela.”
Enamorarse de la Maga
La figura del gran Cronopio, prosiguió José Agustín, “debe ser motivo de atención a 25 años de su fallecimiento y esta efeméride debería servir para reflexionar, analizar y conocer a fondo su obra, porque en general priva lo subjetivo” sobre lo concerniente a la trayectoria del autor argentino.
Finalmente, José Agustín dijo que la influencia de Cortázar estimuló su “noción de experimentar con las estructuras fundamentales de jugar con las palabras, así como de comprender la densidad estilística y de profundidad filosófica” que poseía el autor.
Por su parte, Elena Poniatowska expresó: “Es la presencia de un escritor completamente original, muy creativo y con cuentos maravillosos. Y creo que su novela Rayuela es el punto de partida en la literatura del mundo; además Cortázar fue un escritor de la ternura y una muy buena persona. También le llegaban infinidad de cartas de sus admiradoras y tengo el privilegio de tener algunas misivas.
“Lo quise mucho, bueno muchísimas otras mujeres lo quisieron también y recuerdo que en una ocasión cuando lo visité en París era un hombre muy feliz al lado de su esposa Carol Dunlop.”
Gonzalo Celorio: “Se cumplen los 25 años del fallecimiento de Julio Cortázar y creo que fue un escritor muy importante no sólo para la literatura sino para la historia de la literatura; es un escritor que con Rayuela modificó de manera sustancial la manera de escribir, en el sentido de que hizo partícipe y casi a nivel de coautor al lector de su obra. Esta posibilidad de participar en el proceso creativo de incidir incluso en la estructura narrativa de la obra por parte del lector es una gran contribución a la lectura porque de alguna forma genera una complicidad.
“Me parece que Cortázar además pudo tocar los temas o tener dos tonos o timbres que no existían en la historia de la narrativa latinoamericana: uno es el sentido del humor. Él dice en alguna página memorable de Rayuela que ‘el sentido del humor ha cavado más túneles en la tierra que todas las lágrimas que se han derramado sobre ella’. Nuestros libros eran muy serios, no sabían reír y lo que tenemos en los cuentos de Cortázar es un gran sentido lúdico y del humor.
“Otra temática que no había sido abordada es la ternura: cuando uno lee la carta que aparece en algún capítulo de Rayuela, escrita por la Maga a su hijo ya muerto, no podemos menos que sentir ternura.
“La obra de Cortázar es fundamentalmente la de textos breves; creo que incluso Rayuela a pesar de su gran construcción estructural novelística es un conjunto de textos breves y algunos de ellos se nos quedan adheridos a la memoria como si se trataran de un poema porque tienen el resplandor de un poema.”
Evodio Escalante: “Comparto con Cortázar su pasión por el jazz. Fue un autor que nos marcó a toda una generación en la década de los 60, sobre todo con Rayuela. Todos nos enamoramos alguna vez de una Maga que es el personaje femenino de la obra, y cómo no admirar otros textos del autor.
“El que me sigue fascinando es el Cortázar de la literatura fantástica que mezcla planos de la realidad y que muestra cosas imposibles que se vuelven posibles gracias al relato. Su gran texto sobre Charlie Parker, El perseguidor, es todavía punto de referencia para el mundo del jazz y una reflexión sobre qué es la crítica en el mundo del arte.
“Rayuela fue el libro que lo catapultó a la fama, luego leí algunos de sus relatos, entre ellos El perseguidor. Me parece que en la historia de la lectura se forman como constelaciones y Cortázar pertenece a la de Jorge Luis Borges.
El misterio de un gran autor
Ignacio Solares: “Para los jóvenes Julio Cortázar es la mejor puerta para entrar a la literatura. He impartido en la Facultad de Filosofía y Letras una clase sobre el escritor argentino –soy profesor de tiempo completo– y empecé con 30 estudiantes, en el siguiente semestre ya eran 60, después 100 y hasta 130, ya no podía dar la clase porque eso ya era una conferencia.
“El interés por Cortázar en la Universidad Nacional Autónoma de México es absoluto. Es un interés muy vivo. Es la mejor puerta de acceso a la literatura, yo lo he probado con mis hijos. Cortázar tiene esta gran virtud de ser un autor fantástico pero a partir de lo real, de una situación en la que te sientes involucrado con el ambiente, con la calle, con los autobuses, con los diálogos de los personajes.
“Cortázar tiene la virtud de que te hace viva la literatura fantástica. No necesita rayos y truenos en noches en que se agitan ventanas. No necesita de monstruos: todo el misterio de Cortázar apunta aquí y ahora.
“Es un autor para jóvenes que empiezan a interesarse por la literatura, sobre todo por lo que te hace sentir y eso es más que literatura, es una experiencia vivida; es una experiencia existencial, sicológica, espiritual.
“Otro aspecto de su obra es que nos abrió las puertas como traductor porque hizo la de toda la obra completa con notas de Edgar Allan Poe, de Robinson Crusoe, Las memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar; entonces la puerta que nos abrió es impresionante.”
Brutal fuerza juvenil
Leo Eduardo Mendoza, cuentista y periodista: “La obra de Cortázar es la obra de casi todo el mundo porque surge en el boom latinoamericano y fue muy deslumbrante. Curiosamente fue una época que no se ha vuelto a tener porque toda la producción editorial se podía conseguir fácilmente y ahora eso no es posible porque pasa por la visión del mercado español, no la visión latinoamericana.
“Los cuentos de Cortázar son verdaderamente sorprendentes y geniales. Recuerdo que los primeros cuentos que leía fueron Todos los fuegos el fuego, en una edición en rojo de Sudamericana que todavía conservo.
“Sus cuentos son de exactitud narrativa y sorprendente la pulcritud de su trabajo literario en la amplitud de temas y de formas. Es un renovador de la tradición novelística y Rayuela es un punto de partida de la novela latinoamericana.
“Es un autor que tiene una brutal fuerza juvenil. Tiene gran capacidad de enganchar a los jóvenes, porque su literatura expresa una serie de problemas humanos. Sus obras tienen temas que interesan a los jóvenes de ahora e interesaban a los de los años 70; son temas de siempre tratados de forma novedosa en los cuentos.”

En el contexto de la conmemoración del escritor, quien murió en París en 1984, de leucemia, también se publicará una edición conmemorativa y una facsimilar de dos de sus obras, las cuales cumplen cuatro décadas de haberse editado: Último round y La vuelta al día en 80 mundos.

Ambos volúmenes serán reditados por Siglo XXI en un formato de 17.5 X 27 centímetros y otro de 23 X 22.3 centímetros, de manera respectiva. Los dos estarán empastados y contendrán ilustraciones.


Tomado de La Jornada (México) Febrero 2009

domingo, 14 de diciembre de 2008


Ricardo Piglia
la alegría del lenjuage



Por Rodolfo Alonso

Pudo haber parecido un gesto quijotesco y, por lo tanto, destinado al fracaso. Sin embargo, la encendida defensa de la poesía con que el celebrado ensayista y narrador argentino Ricardo Piglia inauguró la reciente Feria del Libro realizada en Buenos Aires, no sólo fue exaltada por los mismos medios gráficos y audiovisuales que hace rato han expulsado minuciosamente a la poesía, sino que hasta se llegó a afirmar haberle visto, casi de inmediato, supuestas consecuencias favorables. Lo que no deja de ser contradictorio: ¿si fuera tan fácil remediar la situación de la poesía, por qué resultaría necesario defenderla?
La poesía, entre tanto, no apenas como género sino como meollo mismo del arte de la palabra, de la gran literatura hoy casi ausente, ha dejado de ser testimonio o bandera y se refugia, a la defensiva, acaso en sus últimos bastiones. Fue el mismo Piglia quien dictaminó, en Encuentro del bosque (Sudamericana, 1993): “A mi juicio la literatura es un ejército en retirada que ha sufrido una derrota y le queda una vanguardia, que es la única que lucha tratando de resistir a ese ejército que avanza para liquidar a la literatura como un espacio posible de circulación de lo que hoy llamamos social.” Lo que acaso no se animó a decir entonces Piglia es que eso no se llama vanguardia, que es siempre la de un ejército a la ofensiva, sino más bien destacamento suicida, el que ofrenda su vida para cubrir la retirada de sus compañeros derrotados. Y tengamos en cuenta que no se estaba refiriendo a la poesía sino a la narrativa, aún el género dominante, dentro de los límites de la situación.
Los problemas que afectan la calidad y la exigencia, la expresión y la circulación, la existencia social y cultural de la poesía, no son simplemente los de un género literario. Sino que son consecuencia de carencias y tensiones en los más insospechados dominios, incluso políticos y socioculturales. Y el mexicano
Octavio Paz, en un reportaje para Le Nouvel Observateur, poco antes de morir pudo afirmar a Jacques Julliard: “Tocqueville vio eso bien. Habla de una vulgarización de la vida democrática y hasta de una incompatibilidad entre la poesía y la democracia moderna. La cuestión subsiste. Se habló del desastre del autoritarismo, sería preciso hablar del desastre del capitalismo liberal y democrático, en el dominio del pensamiento como en el de la vida cotidiana; la idolatría del dinero, el mercado transformado en valor único que expulsa a todos los otros.”
Al finalizar la segunda guerra mundial se extiende sobre el planeta la sociedad de consumo, que iba a masificar radicalmente los gustos y ansiedades de la comunidad. Esa nueva cultura se ha impuesto y, valiéndose de los adelantos tecnológicos, ha producido una conmoción espiritual tan grave como irreparable. Después de miles de años de civilizaciones de las cuales fue el centro, me duele anunciar que el lenguaje ya no será el eje.
Pero la poesía es “la alegría (la dicha) del lenguaje”, como sabía Wallace Stevens. Y no se trata hoy de que la poesía no circule o se escriba mala poesía, sino que eso es síntoma evidente de que los hombres están abandonando algo que les dio umbral y futuro: su espontánea capacidad de creación de lenguaje vivo. Lo supo Michel Butor, hacia 1963: “El poeta es aquel que se da cuenta de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro.” Y algo había entrevisto poco antes w. h. Auden: “Hay un mal literario que nunca se debe dejar pasar en silencio, sino atacarse continuamente, y ese es la corrupción del lenguaje, ya que los escritores no pueden inventar su propio lenguaje y dependen de aquel que heredan, de donde se desprende que la corrupción de éste implica tácitamente la de aquellos.”
En el siglo XXI podemos lamentar que un pueblo como el árabe, por ejemplo, ya no necesite inventar diez mil palabras diferentes para decir simplemente “caballo”. Esa riqueza orgánica, en ebullición, latente, que es una lengua humana viva, cualquiera sea su alcance, está hoy gravemente enferma y hasta en peligro de extinción. Por si fuera poco, nos queda la reflexión de ese Octavio Paz al que los seudo liberales de ahora parecían rendir culto, pero de quien prefieren olvidar esto: “Porque la libertad de expresión está en peligro siempre. La amenazan no sólo los gobiernos totalitarios y las dictaduras militares, sino también, en las democracias capitalistas, las fuerzas impersonales de la publicidad y del mercado. Someter las artes y la literatura a las leyes que rigen la circulación de mercancías es una forma de censura no menos nociva y bárbara que la censura ideológica.”
Debo confesar que el más límpido indicio de esperanza sobre el porvenir de la poesía no me llegó de los libros o del medio intelectual. Fue por boca de una legítima mujer del pueblo, la humilde y entrañable anciana noblemente indígena que cuidaba el baño de la Casona de los Siete Patios, en uno de esos realmente pueblos mágicos de México, Pátzcuaro, cuando al preguntarle si no prefería trabajar allí pero en otro sitio, me contestó, en un lenguaje tan caudaloso y rico que nunca olvidaré: “No, no lo haría, porque si trabajara aquí me pondría sombreada y enojona.” ¿Cuántos autodesignados poetas de hoy somos capaces de semejante limpidez, semejante intensidad y tal hondura? ¿De alcanzar esa densidad, ese timbre, ese tono del lenguaje, que siempre fue de todos y de uno, único y general, íntimamente personal y, al mismo tiempo, ineludiblemente colectivo?

Publicado en Suplemento La Jornada. México, 14 diciembre 2008

martes, 11 de noviembre de 2008

Carlos Fuentes: Un encuentro lejano con Thomas Mann



UN ENCUENTRO LEJANO CON THOMAS MANN por Carlos Fuentes

1. A principios de 1950, acababa de cumplir 21 años cuando llegué a Suiza para continuar sus estudios, tanto en la Universidad de Ginebra como en el Instituto de Altos Estudios Internacionales. Trabajaba en la misión de México ante la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y le servía de secretario al miembro mexicano de la Comisión de Derecho Internacional de la ONU, el embajador Roberto Córdova. Todo esto le daba a mi arribo en Suiza un tono sumamente formal. Ginebra, como siempre, era una ciudad muy internacional. Me hice amigo de estudiantes extranjeros, diplomáticos y periodistas. Conocí a una bellísima estudiante suiza y me enamoré de ella, pero nuestros encuentros clandestinos fueron interrumpidos por dos casualidades.
Primero, fui expulsado de la estricta pensión donde vivía en la Rue Emile Jung por razón de la clandestinidad ya dicha. Segundo, los padres de mi novia le ordenaron que dejase de frecuentar a un joven proveniente de país oscuro e incivilizado, cuyos hábitos, según se contaba, comían carne humana.
El día en que mi novia me cortó, me consolé yendo a un cine de la Rue Mollard a ve la famosa película de Carol Reed, “El tercer hombre”, que en ese momento era la más grande atracción fílmica en todo el mundo. La protagonizaba una de las más bellas mujeres que jamás se dejaron ver en la gran pantalla, Alida Valli (años más tarde mi vecina en San Angel Inn). En “El tercer hombre”, la Valli era una perfecta máscara de helada sensualidad y ojos claros, llameantes, vengativos.
Lo más importante, sin embargo, era que en la película actuaba Orson Welles, cuyo “Ciudadano Kane” yo había visto de niño en Nueva York y que me impresionó –desde entonces y hasta el día de hoy- como la máxima película sonora jamás realizada en Hollywood. Su belleza formal, la audacia de su iluminación, los ángulos de la cámara, la atención al detalle, eran valores todos que convergían para narrar La Gran Historia Norteamericana. El dinero, cómo ganarlo y cómo gastarlo. La felicidad, cómo buscarla sin jamás encontrarla. El poder, cómo alcanzarlo y cómo perderlo. Kane era al mismo tiempo el sueño americano y su reverso, la pesadilla norteamericana.
Ahora, en el cinema Mollard, Welles emergió de las sombras de los alcantarillados de Viena como el cínico negociante del crimen, Harry Lime, quien justificaba sus actividades ilegales con una frase que se hizo universalmente famosa y que afectaba, directamente, a Suiza.
Italia, dijo Harry Lime-Orson Welles, la tierra de los Médicis, la corrupción y el asesinato político, había producido a Miguel Ángel. Suiza, el país de la paz, el orden y las vacas, había producido el reloj de cuco.
No recuerdo cómo fue recibida esta línea por el público ginebrino. Sé que yo me había mudado de la puritana pensión a una buhardilla bohemia en la Place
du Buorg du Four y desde allí, junto con un condiscípulo holandés, empecé a explorar el lado oscuro de la tierra de los cucos, la vida nocturna de Ginebra. En ella abundaban los sub-Harry Lime en cabarés de mala reputación, prostitutas oxigenadas eternamente sentadas con su perritos “poodle” en el Café Canónica y un par de lindas bailarinas que el holandés y yo rápidamente convertimos en amigas íntimas. Mi felicidad se vio un tanto empañada, sin embargo, cuando perdí una cita sabatina con la bailarina, quien me dio la respuesta siguiente: “No, el sábado es el día de mi marido”.
Ah, el espectro de Calvino. ¿Ni siquiera las bailarinas de cabaré eran más que relojes de cuco animados? Después de todo, ¿tendría razón Harry Lime?
Había leído la novela de Joseph Conrad, “Bajo la mirada de Occidente”, antes de venir a Ginebra. El libro evocaba para mí una ciudad de intriga política, hormigueante de exiliados rusos y temibles anarquistas. Pero aún en la atmósfera de imvernadero trágico descrita por Conrad, había una similitud con la tierra del cuco; la protagonista Sofía Antonovna, le dice al traidor Razumov: “Recuerda, Razumov, que las mujeres, los niños y los revolucionarios detestan la ironía”.
¿Pudo haber añadido, y los suizos también? Como mexicano no me gustaban las generalizaciones sobre mi país o cualquier otro (salvo los Estados Unidos: soy puro mexicano). Leyendo a Conrad en Ginebra, sólo pude repetir con él que hay fantasmas vivos así como los hay muertos.
2. Entonces, en el verano de 1950, fui invitado por unos viejos y queridos amigos germano-mexicanos, los Wagenecht, a visitarlos a Zúrich. Nunca había estado en ese ciudad y tenía la idea preconcebida de que era la corona misma de la prosperidad suiza que tan brutalmente contrastaba con la otra Europa, la convaleciente de la guerra; Londres sujeta aún a racionamientos de los artículos básicos; Viena ocupada por las cuatro potencias vencedoras, colonia bombardeada; Italia, sin calefacción, sus trenes de tercera colmados de hombres con pantalones raídos cargando maletas atadas con mecates; los niños recogiendo colillas de cigarros en las calles de Génova, Nápoles, Milán.
Era una bella ciudad, Zúrich. Los dulces días de junio dejaban escapar el aliento moribundo de mayo y anunciaban el inminente calor de julio. Era difícil separar al lago del cielo, como si las aguas se hubiesen transformado en aire puro, y el firmamento en un espejo más del lago. Era imposible resistir el sentimiento de tranquilidad, dignidad y reserva que hacía resaltar aún más la belleza física del entorno. Me pregunté, ¿dónde están los gnomos, dónde tienen escondido el oro, en esta ciudad donde se suponía que los nibelungos se hacían visibles, vestidos de chaqué y con sombreros de copa, como en las caricaturas de George Grosz?
He de admitir que mi ironía potencial, bien fundadas en las riberas del lago Leman, se vino abajo una noche en que mis amigos me invitaron a cenar en el
hotel Baur-au-Lac junto al lago. El restaurante era una balsa, una terraza flotante sobre el lago. Se llegaba a él por una pasarela. lo iluminaban con linternas chinas y velas trémulas. Desdoblé mi tiesa servilleta blanca entre el tintineo apacible de plata y vidrio, levanté la mirada y vi al grupo sentado en la mesa de al lado.
Tres damas cenaban con un caballero maduro, un hombre de más de 70 años, tieso y elegante como las servilletas almidonadas, vestido con saco blanco cruzado e inmaculadas camisa y corbata. Sus dedos largos y delicados rebanaban un faisán frío con minuciosa cortesía. Aún mientras comía, parecía envergado como una vela, con una rigidez militar. Su rostro mostraba una fatiga creciente. Pero el orgullo fijo en sus labios y mandíbulas desesperadamente trataba de ocultar el cansancio. Sus ojos brillaban con el fogoso fuego del capricho.
Mientras las luces de carnaval de esa noche de verano en Zúrich jugaban con luces propias sobre las facciones que al fin reconocí, el rostro de Thomas Mann era un teatro de emociones calladas, implícitas. Comía y dejaba que las señoras hablasen; él era, ante mi fascinada mirada, el creador de tiempos y espacios en los que la soledad es la madre de una belleza poco familiar y peligrosa, pero también el alma de lo perverso e ilícito.
No supe medir la verdad de mi intuición, esa noche de mi juvenil y distante encuentro con un autor que, literalmente, había dado forma a los escritores de mi generación. De “Los Buddenbrook” a las grandes novelas cortas a “La montaña mágica”, Thomas Mann había sido el amarre más seguro de nuestra atracción literaria latinoamericana hacia Europa. Porque si Joyce era Irlanda y la lengua inglesa y Proust, Francia y la lengua francesa, Mann era más que Alemania y la lengua alemana. Como jóvenes lectores de Broch, Musil, Schnitzler, Joseph Roth, Kafka, Lernert-Hollenia, sabíamos que la lengua alemana era algo más que Alemania; era la lengua de Viena y Praga y Zúrich, y a veces hasta de Trieste y Venecia. Pero era Mann quien las reunía todas como lenguaje europeo fundado en la imaginación de Europa, algo más que sus partes. A nuestros jóvenes ojos latinoamericanos, Mann era ya lo que un día Jacques Derrida habría de llamar la Europa que es lo que ha sido prometido en nombre de Europa. Mirando esa noche a Mann cenando en Zúrich, se fundieron para siempre en mi cabeza los dos espacios del espíritu, Europa y Zúrich. Gracias a este encuentro-desencuentro, esa misma noche coroné a Zúrich como la verdadera capital de Europa.
3. Era curioso. Era impertinente. ¿Me atrevería a acercarme a Thomas Mann, yo, un estudiante mexicano de 21 años con muchas lecturas entre pecho y espalda, pero con todas las inhabilidades de una sofisticación social e intelectual muy lejos de mis manos? En un ensayo memorable Susan Sontag ha recordado cómo ella, aún más joven que yo, penetró el santo de los santos de la casa de Thomas Mann en Los Ángeles en los años cuarenta y descubrió que tenía bien poco que decir, pero mucho que observar. Yo no tenía nada que decir, pero, como Sontag, mucho que observar.
Allí estaba él, la mañana siguiente, en el hotel Dolder donde se hospedaba, vestido todo de blanco, digno hasta un punto menos que la rigidez, pero con ojos más alertas y horizontales que la noche anterior. Varios hombres jóvenes jugaban tenis en las canchas, pero él sólo tenía ojos para uno de ellos, como si éste fuese el Elegido, el Apolo del deporte blanco. Ciertamente, era un joven muy bello, de no más de 20 años, 21 acaso; mi propia edad. Mann no podía quitarle de encima los ojos al muchacho y yo no podía quitarle la mirada a Mann. Estaba presenciando una escena de “La muerte en Venecia”, sólo que 38 años más tarde, cuando Mann ya no tenía 37 (su edad al escribir la novela maestra sobre el deseo sexual), sino 75, más viejo aún que el afligido Aschenbach enamorando de lejos al joven Tadzio en la playa de Lido –donde 20 años de ver a Mann en Zúrich, vi a Luchino Visconti, en compañía de Carlos Monsiváis, filmar “La muerte en Venecia” con una mujer que asumía todas las bellezas y todos los deseo, incluso los de la androginia, Silvana Mangano-.
En Zúrich aquella mañana, la situación se repetía, asombrosa, famosa, dolorosa. El circunspecto hombre de letras, el Premio Nobel de Literatura, Mann el septuagenario, no podía esconder ni de mí ni de nadie más, su deseo apasionado por un muchacho de 20 años que jugaba tenis en una cancha del hotel Dolder una radiante mañana de junio del lejano 1950 en Zúrich. Entonces, una mujer joven llegó hasta donde se encontraba su padre, pareció regañarlo cariñosamente, lo obligó a abandonar su apasionada avanzada y regresar con ella a la vida de todos los días, no sólo la del hotel, sino la de este autor inmensamente disciplinado cuyos impulsos dionisiacos eran siempre controlados por el dictado apolíneo de gozar la vida sólo a condición de darle forma.
Para Mann, lo vi esa mañana, la forma artística precedía a la carne prohibida. La belleza se encontraba en el arte, no en el prematuro cadáver de nuestros deseos informes, pasajeros, al cabo corruptos. Fue para mí un momento dramático, inolvidable: un comentario verdadero sobre la vida y la obra de Thomas Mann, el arribo de su hija Erika, visiblemente burlona ante las debilidades eróticas de su padre, suavemente empujándolo de regreso, no al orden de “cucolandia”, sino al orden del espíritu, de la literatura, de la forma artística, donde Thomas Mann podía tener el 20 y las chanchas, ser el dueño, y no el juguete, de sus emociones.
Me senté a almorzar con mis amigos germano-mexicanos en el comedor del Dolder. El joven que nos sirvió la mesa era el mismo al cual Mann había estado admirando esa mañana. No había tenido tiempo de bañarse y olía ligeramente a sudor saludable y deportivo. El capitán de meseros se dirigió, imperiosamente, a él, Franz, y el muchacho corrió hacia otra mesa.
4. De manera que había un misterio en Zúrich, algo más que relojes de cuco. Había ironía. Y rebelión. Había el Café Voltaire y el nacimiento de Dada, en medio de la más sangrienta guerra jamás librada en suelo europeo. Había Tristán Tzara pintándole un violín al racionalismo: el pensamiento proviene de
la boca. Y Francis Picabia convirtiendo las tuercas en arte. Zúrich diciéndole a un mundo hipócrita, decadente y manchado de sangre en las trincheras en aras de una racionalidad superior: “Todo lo que vemos es falso”. De tan sencilla premisa, murmurada desde el Café Voltaire por el impertinente Tzara y su monóculo, surgió la revolución de la vista y el sonido y el humor y el sueño y el escepticismo que al cabo enterraron la autosatisfacción de la Europa decimonónica, pero no pudieron enterrar la barbarie por venir. ¿No era aún Europa, no lo sería jamás, lo que había sido prometido en nombre de Europa? ¿Sería Europa tan sólo la noche y niebla de Treblinka y Dachau? Sólo si aceptamos que todo lo que vino de Zúrich –Duchamp y los surrealistas, Hans Richter y Luis Buñuel, Picasso y Max Ernst, Arp, Magritte, Man Ray- no eran lo que había sido prometido en el nombre de Europa. Pero lo era. Lo que siempre fue prometido en el nombre de Europa fue la crítica de Europa, la advertencia contra de Europa contra su propia arrogancia, su complacencia y su confusa sorpresa cuando al cabo caían los golpes de la adversidad. Fue la advertencia que hicieron los artistas de Zúrich en 1916. Debería, de nuevo, ser la advertencia, hoy que los fantasmas del racismo, la xenofobia, el antisemitismo, y el antiislamismo levantan la cabeza y nos recuerdan las palabras de Conrad en “Bajo la mirada de Occidente”: “Hay fantasmas de los vivos así como fantasmas de los muertos”.
¿Quién había visto a estos espectros, quién los había pintado, quién les había dado horror corpóreo? Otro ciudadano de Zúrich, Fussli, el más grande de los pintores prerrománticos, Fussli que había encarnado, desde el siglo XVIII, todos los temas de la noche oscura del alma romántica tal y como lo describió Mario Praz en su celebrado libro, “La agonía romántica”. Fussli y “La Belleza Dame Sans Merci”, Fussli y “La Belleza de la Medusa”, Fussli y las “Metamorfosis de Satanás”, Fussli y la advertencia de André Gide: “No creer en el Diablo es darle todas las ventajas de sorprendernos”. El agua bautismal del romanticismo –la belleza de lo horrible- proviene de Fussli, ciudadano de Zúrich. Las tinieblas desbaratadas por una luz inalcanzable. La alegría del crimen practicada por el anticuco Harry Lime. El Hombre Fatal y la Mujer Fatal que han fascinado nuestras imposibles imaginaciones, de Lord Byron a James Dean, de Salomé a Greta Garbo.
Zúrich, ¿urna de los arquetipos del mundo moderno? ¿Por qué no, desde un amplísimo punto de mira? James Joyce cantó canciones coloradas en el Café Terrasse, jugando con las palabras con la anticipatoria alegría de “Ulises”, su “work in progress”. Lenin asistió asiduamente al Café Odeón antes de partir a Rusia en un vagón de ferrocarril famosamente sellado. ¿Se conoció la pareja sólo en la obra de Tom Stoppard, sólo en la memoria de Samuel Beckett? ¿No caminaron todos estos fantasmas sobre las aguas del lago de Zúrich?
Y sin embargo, para mí, tan deslumbrante como la pintura de Fussli y tan asombrosas como las bromas de Dada, tan tensamente opuestas como la vida de Zúrich y las de Joyce y Lenin puedan serlo, es siempre Mann, Thomas Mann, el buen europeo, el europeo contradictorio, el europeo crítico, quien regresa a mi emoción y a mi cabeza como la figura que más asocio con la ciudad de Zúrich.
5. ¿Cuántas veces estuvo allí? ¿Cómo separar a Mann de Zúrich? Qué larga fue su vida allí, yendo y viniendo de su vida en Kusnacht a sus casas en Erlenbach y Kilchberg; los lugares de reposo, los sitios del trabajo. Pero también hay que recordar a Zúrich en las cumbres de la vida de Mann. La visita de 1921, cuando el autor se atrevió a aumentar a mil marcos sus honorarios por dar una conferencia. La lectura a los estudiantes, en 1926, de pasajes de “Desorden y penas tempranas”. La festiva celebración en 1936 de sus 60 años, cuando Mann escogió a Zúrich no como sitio extranjero, sino como patria para un alemán de mi condición. Zúrich como antigua sede de cultura germánica, allí donde lo germánico se junta con lo europeo. La inquietante visita en 1937, al filo de la noche y niebla nazis, preparando la “Carlota en Weimar” como el desesperado intento de una nueva “Aufklärung”, una nueva Ilustración, pasando por alto la negativa de Gerhard Hauptmann de saludarlo con una filosófica espera de “otros tiempos”, acaso tiempos mejores. Tratando de salvar a su hijo Klaus Mann del mundo de las drogas, un mundo, escribió, “donde el esfuerzo moral... no recibe gratitud alguna”.
Y luego el Thomas Mann que regresa a Zúrich después de la guerra y empieza una actividad incesante, como si la edad y la fatiga no contasen. El cuarto de hotel en el Baur-au-Lac constantemente invadido por el correo, las solicitudes de entrevistas, los pedruscos de la gloria en las botas del escritor, acumulándose hasta constituir un estorbo insoportable. Y el reposo en la belleza de un muchacho anhelado, la espera de una sola palabra del joven y la convicción de que nada, nada en este mundo, puede devolverle el poder del amor a un viejo...
Y cuando, el 15 de agosto de 1955, el trono quedó vacío, yo miré de vuelta hacia aquel encuentro fortuito en Zúrich durante la primavera de 1950 y escribí:
“Thomas Mann había logrado, a partir de su soledad, el encuentro de la afinidad anhelada entre el destino personal del autor y el de sus contemporáneos”. A través de él, yo había imaginado que los productos de su soledad y de su afinidad se llamarían arte (creado por uno solo) y civilización (creada por todos). Habló con tanta seguridad, en “La muerte en Venecia”, acerca de las tareas que le imponían su propio ego y el alma europea que yo, paralizado por la admiración, lo vi de lejos aquella noche en Zúrich sin poder imaginar una afinidad comparable en nuestra propia cultura latinoamericana, donde las exigencias extremas de un continente saqueado, a menudo silenciado, a menudo también matan las voces del ser y convierten en un monstruo político hueco la de la sociedad, a veces matándola, o pariendo a un enano sentimental y, a veces, lastimoso.
No obstante, cuando recordaba mi apasionada lectura de todo lo que Thomas Mann escribió, de “La sangre de los Walsung” al “Doctor Fausto”, no podía sino sentir que, a pesar de las vastas diferencias entre su cultura y la nuestra, en ambas –Europa, la América Latina; Zúrich, la ciudad de México- la literatura al cabo se afirmaba a sí misma a través de una relación entre los mundos visibles e invisibles de la narrativa, entre la la nación y la narración. Una novela, dijo
Mann, debería recoger los hilos de muchos destinos humanos en la urdimbre de una sola idea. El Yo, el Tú y el Nosotros estaban secos y separados por nuestra falta de imaginación. Entendí estas palabras de Mann y pude unir las tres personas para escribir, años más tarde, una novela, “La muerte de Artemio Cruz”.
6. Entonces los años cincuenta se extraviaron en los sesenta y nos hicimos cargo de otro ciudadano de Zúrich, Max Frisch y “Yo no soy Stiller”. Nos enteramos de Friederich Dürrenmatt y su “Visita”. Incluso nos dimos cuenta de que hasta Jean-Luc Godard era suizo y de que el proverbial cuco estaba tan muerto como el también proverbial pato anglosajón por el igualmente proverbial clavo hispánico. Harry Lime salió de las alcantarillas y se volvió gordo y complaciente, anunciando “wine before its time”. Pues incluso él, Welles, había sufrido la suerte de Kane, indulgente pero trágico. Acaso dejó trazos de su inmenso talento en manos de los duros, trágicos, implacables escritores suizos como Frisch y Dürrenmatt, aquellos que para Harry Lime habían sido ni más ni menos que relojes de cuco.
7. Tengo dos finales distintos para mi historia de Zúrich. Uno es más cercano a mi edad y a mi cultura. Es la imagen del escritor español Jorge Semprún, republicano y comunista, enviado a edad de 15 años al campo de concentración nazi de Buchenwald y que, al ser liberado por las tropas aliadas en 1945, no fue capaz de reconocerse a sí mismo en el joven demacrado, salvado de la muerte, que no hablaría de su dolorosa experiencia hasta que su rostro le dijese: “Puedes volver a hablar”.
Lo que hace Semprún en su notable libro, “La escritura o la vida”, es esperar pacientemente hasta que una vida plena le sea restaurada, aunque le tome décadas (y se las toma) antes de hablar sobre el horror de los campos. Entonces, un día en Zúrich, se atreve a entrar a una librería por primera vez desde de su liberación años atrás y se sorprende mirándose a sí mismo en la vitrina del comercio. Zúrich le ha devuelto su rostro. No necesita recobrar el horror. Recuperar el rostro ha bastado para contarnos toda la historia. La vida de Zúrich le rodea.
El otro final está más cerca de mi propia memoria. Sucedió esa noche de 1950 cuando, sin que él lo supiera, dejé a Thomas Mann saboreando su “demi-tasse” mientras la medianoche se aproximaba y el restaurante flotante del Baur-au-Lac se bamboleaba ligeramente y las linternas chinas se iban apagando lentamente.
Siempre le quedaré agradecido a esa noche en Zúrich por haberme enseñado, en silencio, que en la literatura sólo se sabe lo que se imagina.
[publicado en el diario El País, España, 24 de junio de 1998]

lunes, 20 de octubre de 2008

Juan Gelman y la literatura


…ahí está la poesía: de pie contra la muerte…

Discurso Íntegro al recibir el Cervantes.-

Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro de Cultura, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de Henares, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, amigas, amigos, señoras y señores:
Deseo, ante todo, expresar mi agradecimiento al jurado del Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes, a la alta investidura que lo patrocina y a las instituciones que hacen posible esta honrosísima distinción, la más preciada de la lengua, que hoy se me otorga. Mi gratitud es profunda y desborda lo meramente personal. En el año 2006 se galardonó con este Premio al gran poeta español Antonio Gamoneda y en el 2007 lo recibe también un poeta, esta vez de Iberoamérica. Se premia a la poesía entonces, “que es como una doncella tierna y de poca edad y en todo extremo hermosa” para don Quijote, doncella que, dice Cervantes en “Viaje del Parnaso”,“puede pintar en la mitad del díala noche, y en la noche más escurael alba bella que las perlas cría…Es de ingenio tan vivo y admirableque a veces toca en puntos que suspenden,por tener no se qué de inescrutable”.
A la poesía hoy se premia, como fuera premiada ayer y aun antes en este histórico Paraninfo donde voces muy altas resuenan todavía. Y es algo verdaderamente admirable en estos “Dürftiger Zeite”, estos tiempos mezquinos, estos tiempos de penuria, como los calificaba Hölderin preguntándose “Wozu Dichter”, para qué poetas. ¿Qué hubiera dicho hoy, en un mundo en el que cada tres segundos y medio un niño menor de cinco años muere de enfermedades curables, de hambre, de pobreza? Me pregunto cuántos habrán fallecido desde que comencé a decir estas palabras. Pero ahí está la poesía: de pie contra la muerte.
Safo habló del bello huerto en el que “un agua fresca rumorea entre las ramas de los manzanos, todo el lugar sombreado por las rosas y del ramaje tembloroso el sueño descendía”, Mallarmé conoció la desnudez de los sueños dispersos, Santa Teresa recogía las imágenes y los fantasmas de los objetos que mueven apetitos, San Juan bebió el vino de amor que sólo una copa sirve, Cavalcanti vio a la mujer que hacía temblar de claridad el aire, Hildegarda de Bingen lloró las suaves lágrimas de la compunción, y tanta belleza cargada de másvida causa el temblor de todo el ser. ¿No será la palabra poética el sueño de otro sueño?
Santa Teresa y San Juan de la Cruz tuvieron para mí un significado muy particular en el exilio al que me condenó la dictadura militar argentina. Su lectura desde otro lugar me reunió con lo que yo mismo sentía, es decir, la presencia ausente de lo amado, Dios para ellos, el país del que fui expulsado para mí. Y cuánta compañía de imposible me brindaron. Ese es un destino “que no es sino morir muchas veces”, comprobaba Teresa de Avila. Y yo moría muchas veces y más con cada noticia de un amigo o compañero asesinado o desaparecido que agrandaba la pérdida de lo amado. La dictadura militar argentina desapareció a 30.000 personas y cabe señalar que la palabra “desaparecido” es una sola, pero encierra cuatro conceptos: el secuestro de ciudadanas y ciudadanos inermes, su tortura, su asesinato y la desaparición de sus restos en el fuego, en el mar o en suelo ignoto. El Quijote me abría entonces manantiales de consuelo.
Lo leí por primera vez en mi adolescencia y con placer extremo después de cruzar, no sin esfuerzo, la barrera de las imposiciones escolares. Me acuciaba una pregunta: ¿cómo habrá sido el hombre, don Miguel? Conocía su vida de pobreza y sufrimiento, sus cárceles, su cautiverio en Argel, su Lepanto, los intentos fallidos de mejorar su suerte. Pero él, ¿quién era? Releía el autorretrato que trazó en el prólogo de las Novelas Ejemplares: “Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada”, que nada me decía, salvo la mención de sus “alegres ojos”. Comprendí entonces que él era en su escritura. Me interno en ella y aún hoy creo a veces escuchar sus carcajadas cuando acostaba al Caballero de la Triste Figura en el papel. Sólo quien, desde el dolor, ha escrito con verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo semejante. Cómico es el rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma.
Declaro que, en verdad. quise recorrer ante ustedes, con ustedes, los trabajos de Persiles y Sigismunda, o la locura quebradiza del licenciado Vidriera, o compartir la nueva admiración y la nueva maravilla del coloquio de los perros, o el combate verdaderamente ejemplar entre los poetas malos y los buenos que tiene lugar en “Viaje del Parnaso” y en el que cualquier buen poeta podía caer herido por un pésimo soneto bien arrojado. Pero tal como la lámpara alimentada a querosén que los campesinos de mi país encienden a la noche y alrededor de la cual se sientan a cenar, cuando hay, y luego a leer, cuando hay y cuando hay ganas, y a la que mosquitos y otros seres alados acuden ciegos de luz y la calor los mata, así yo, encandilado por don Alonso Quijano, no puedo sustraerme a su fulgor.
Muchas plumas hondas y brillantes han explorado los rincones del gran libro. Por eso, parafraseando al autor, declaro sin ironía alguna que, con seguridad, este discurso carece de invención, es menguado de estilo, pobre de conceptos, falto de toda erudición y doctrina. Sólo hablo como lector devoto de Cervantes, pero quién puede describir los territorios del asombro. Con mucha suerte y perspicacia, es posible apenas sentarse a la sombra de lo que siempre calla.
Cervantes se instala en un supuesto pasado de nobleza e hidalguía para criticar las injusticias de su época, que son las mismas de hoy: la pobreza, la opresión, la corrupción arriba y la impotencia abajo, la imposibilidad de mejorar los tiempos de penuria que Hölderlin nombró. Se burla de ese intento de cambio y se burla de esa burla porque sabe que jamás será posible terminar con la utopía, recortar la capacidad de sueño y de deseo de los seres humanos. Cervantes inventó la primera novela moderna, que contiene y es madre de todas las novedades posteriores, de Kafka a Joyce. Y cuando en pleno siglo XX Michel Foucault encuentra en Raymond Roussel las características de la novela moderna, éstas: “el espacio, el vacío, la muerte, la transgresión, la distancia, el delirio, el doble, la locura, el simulacro, la fractura del sujeto”, uno se pregunta ¿qué? ¿No existe todo eso, y más, en la escritura de Cervantes?
Su modernidad no se limita a un singular universo literario. La más humana es un espejo en el que podemos aún mirarnos sin deformaciones en este siglo XXI. Dice Don Quijote: “Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar la maldita máquina) y corta y acaba en un instante los pensamientos y la vida de quien la merecía gozar luengos siglos”.
Desde el lugar de presunto caballero andante quejoso de que las armas de fuego hayan sustituido a las espadas, y que una bala lejana torne inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote destaca un hecho que ha modificado por completo la concepción de la muerte en Occidente: es la aparición de la muerte a distancia, cada vez más segura para el que mata, cada vez más terrible para el que muere. Pasaron al olvido las ceremonias públicas y organizadas que presidía el mismo agonizante en su lecho: la despedida de los familiares, los amigos, los vecinos, el dictado del testamento ante los deudos. La muerte hospitalizada llega hoy con un cortejo de silencios y mentiras.
Y qué decir de los 200.000 civiles de Hiroshima que el coronel Paul Tobbets aniquiló desde la altura apretando un simple botón. Piloteaba un aparato que bautizó con el nombre de su madre, arrojó la bomba atómica y después durmió tranquilo todas las noches, dijo. Pocos conocen el nombre de las víctimas cuya vida el coronel había segado. La muerte se ha vuelto anónima y hay algo peor: hoy mismo centenares de miles de seres humanos son privados de la muerte propia. Así se da en Irak.
Creo, sin embargo, como el historiador y filósofo Juan Carlos Rodríguez, que el Quijote es una gran novela de amor. Del amor imposible. En el amor se da lo que no se tiene y se recibe lo que no se da y ahí está la presencia del ser amado nunca visto, el amor a un mundo más humano nunca visto y torpemente entrevisto, el amor a una mujer que no es y a una justicia para todos que no es. Son amores diferentes pero se juntan en un haz de fuego. ¿Y acaso no quisimos hacer quijotadas en alguna ocasión, ayudar a los flacos y menesterosos? ¿Luchando contra molinos de aspas de acero, que ya no de madera? ¿Despanzurrando odres de vino en vez de enfrentar a los dueños del dolor ajeno? ¿”En este valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos -dice Sancho-, donde apenas se halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería”?
He celebrado hace dos años, con ocasión de la entrega del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, mi llegada a una España que no acepta las aventuras bélicas y que rompe clausuras sociales que hieren la intimidad de las personas. Hoy celebro nuevamente a una España empeñada en rescatar su memoria histórica, único camino para construir una conciencia cívica sólida que abra las puertas al futuro. Ya no vivimos en la Grecia del siglo V antes de Cristo en que los ciudadanos eran obligados a olvidar por decreto. Esa clase de olvido es imposible. Bien lo sabemos en nuestro Cono Sur.
Para San Agustín, la memoria es un santuario vasto, sin límite, en el que se llama a los recuerdos que a uno se le antojan. Pero hay recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y muestran su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres amados que las dictaduras militares desaparecieron. Pesan en el interior de cada familiar, de cada amigo, de cada compañero de trabajo, alimentan preguntas incesantes: ¿cómo murieron? ¿Quiénes lo mataron? ¿Por qué? ¿Dónde están sus restos para recuperarlos y darles un lugar de homenaje y de memoria? ¿Dónde está la verdad, su verdad? La nuestra es la verdad del sufrimiento. La de los asesinos, la cobardía del silencio. Así prolongan la impunidad de sus crímenes y la convierten en impunidad dos veces.
Enterrar a sus muertos es una ley no escrita, dice Antígona, una ley fija siempre, inmutable, que no es una ley de hoy sino una ley eterna que nadie sabe cuándo comenzó a regir. “¡Iba yo a pisotear esas leyes venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza voluntad de un hombre, fuera el que fuera!”, exclama. Así habla de y con los familiares de desaparecidos bajo las dictaduras militares que devastaron nuestros países. Y los hombres no han logrado aún lo que Medea pedía: curar el infortunio con el canto.
Hay quienes vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas. Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas. Laten en el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y así como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado. Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su pasado en particular.
Pero volviendo a algunos párrafos atrás: hay tanto que decir de Cervantes, de este hombre tan fuera del uso de los otros. De sus neologismos, por ejemplo. Salvo él, nadie vio a una persona caminar asnalmente. O llevar en la cabeza un baciyelmo. O bachillear. Don Quijote aprueba la creación de palabras nuevas, porque “esto es enriquecer la lengua, sobre quien tienen poder el vulgo y el uso”. Hace unos años ciertos poetas lanzaron una advertencia en tono casi legislativo: no hay que lastimar al lenguaje, como si éste fuera río coagulado, como si los pueblos no vinieran “lastimándolo” desde que empezaron a nombrar. Cuando Lope dice “siempre mañana y nunca mañanamos” agranda el lenguaje y muestra que el castellano vive, porque sólo no cambian las lenguas que están muertas. La lengua expande el lenguaje para hablar mejor consigo misma.
Esas invenciones laten en las entrañas de la lengua y traen balbuceos y brisas de la infancia como memoria de la palabra que de afuera vino, tocó al infante en su cuna y le abrió una herida que nunca ha de cerrar. Esas palabras nuevas, ¿no son acaso una victoria contra los límites del lenguaje? ¿Acaso el aire no nos sigue hablando? ¿Y el mar, la lluvia, no tienen muchas voces? ¿Cuántas palabras aún desconocidas guardan en sus silencios? Hay millones de espacios sin nombrar y la poesía trabaja y nombra lo que no tiene nombre todavía.
Esto exige que el poeta despeje en sí caminos que no recorrió antes, que desbroce las malezas de su subjetividad, que no escuche el estrépito de la palabra impuesta, que explore los mil rostros que la vivencia abre en la imaginación, que encuentre la expresión que les dé rostro en la escritura. El internarse en sí mismo del poeta es un atrevimiento que lo expone a la intemperie. Aunque bien decía Rilke: “[...] lo que finalmente nos resguarda/es nuestra desprotección”. Ese atrevimiento conduce al poeta a un más adentro de sí que lo trasciende como ser. Es un trascender hacia sí mismo que se dirige a la verdad del corazón y a la verdad del mundo. Marina Tsvetaeva, la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo, recordó alguna vez que el poeta no vive para escribir. Escribe para vivir.

Tomado: Bitácora de Gelman


domingo, 19 de octubre de 2008

Premio Nobel de Literatura


J.M.G. Le Clézio: un Nobel multipolar e inclasificable


Luis Tovar


Diez días después de haberse difundido la noticia de que Jean Marie Gustave Le Clézio –J.M.G. Le Clézio, simplemente, para quien ha leído alguno de los cerca de cincuenta títulos publicados por el autor de Desierto– es el ganador del Premio Nobel de Literatura 2008, no deben ser muchos quienes desconocen los datos biográficos básicos del autor: que nació hace sesenta y ocho años en Niza, de padre inglés y madre francesa; que desde pequeño vivió en la isla Mauricio, donde abrevó las primeras imágenes y sonidos que más tarde nutrirían en buena medida su universo escritural; que a los siete años de edad, durante el viaje que lo llevaría a Nigeria a reunirse con su padre, compuso los que deben ser considerados sus primeros libros: Un largo viaje y Oradi noir. Tampoco se ignora que residió en Bristol a finales de la década de los cincuenta, donde comenzó sus estudios universitarios, mismos que concluyó en Niza; que, ya graduado como doctor en letras, se trasladó a Estados Unidos para desempeñarse como profesor; se sabe también que hace cuarenta y un años fue enviado a Tailandia para cumplir su servicio militar, y que fue expulsado de ese país debido a que protestó en contra de la prostitución infantil. Desde luego, no se desconoce que dicha expulsión fue la que a finales de los años sesenta lo trajo a México, donde impartió clases y en donde su intensa vocación viajera se consolidaría. Es ya un hito el hecho de que Le Clézio vivió, de 1970 a 1974, con los indios embera de Panamá, y que dicha convivencia fue trasladada a la literatura, a pesar de las insidiosas acusaciones que el autor recibió por parte de una crítica que quiso ver en ello ingenuidad, simplismo y concesiones al mito del buen salvaje.
Lo que definitivamente no puede ignorarse es que, en 1963, con sólo veintitrés años de edad, Le Clézio se hizo acreedor al Premio Renaudot por su primera novela, titulada El atestado (Le Procès-verbal), con la cual obtuvo, además, el reconocimiento y hasta los elogios de Foucault y Deleuze, entre otros célebres contemporáneos suyos, que tempranamente advirtieron en Le Clézio al autor que, años más tarde –es decir en la actualidad–, sería considerado el más importante de los escritores vivos en lengua francesa.
Ya instalado en un modo de vida itinerante, J.M.G. publicó el libro de relatos La fiebre (La Fièvre, 1965), El diluvio (Le Déluge, 1966), Tierra amada (Terra Amata, 1967) y El libro de las huidas (Le Livre des Fuites, 1969), es decir, a razón de un libro por año o poco más. Desde entonces, además del carácter decididamente prolífico de su escritura, quedarían perfectamente establecidas muchas de las preocupaciones leclezianas, no sólo de orden literario formal, sino también temáticas, pues mientras los dos primeros títulos reflejan el interés del autor por explicarse el miedo y los conflictos que predominan en el mundo occidental, los últimos dos ponen de manifiesto una temprana y, en aquel entonces, inusual vocación ecologista. Y no sólo eso, pues su conocimiento directo de la cultura en los países donde ha residido o pasado largas temporadas se ha convertido, puntualmente, en libros, por ejemplo los alusivos a temas mexicanos: su traducción de Las profecías de Chilam Balam , y los ensayos El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido, Relación de Michacán y, naturalmente, Diego y Frida.
Hace más de un cuarto de siglo, en 1980, Le Clézio publicó Desierto, que acaso sea su más célebre novela, por la cual fue reconocido con el Premio Paul Morand. En Desierto se conjuntan, de manera armónica, la totalidad de los elementos narrativos que singularizan y vuelven insustituible al autor, pues, para decirlo en palabras de la Academia Sueca , la novela “contiene imágenes de una cultura perdida en el desierto del norte de África, contrastadas con un retrato de Europa visto con los ojos de inmigrantes no deseados”. En ese relato, de largo y seco aliento e imágenes de precisión descarnada, Le Clézio habla lo mismo de ecología que de antropología, y al tiempo que exhibe en toda su belleza el paisaje físico y el paisaje intelectual de una cultura milenaria, hace una denuncia de la verticalidad en las relaciones humanas y sociales norte-sur. Cualidades semejantes son las que pueden leerse en obras más recientes, como la bien conocida El africano, de 2004, así como en Urania, de 2006, y algo similar deberá ocurrir con El estribillo del hambre (Ritournelle de la Faim), aparecido en este 2008.
Poco antes de saber que recibiría el galardón literario más importante, Le Clézio se preguntaba “por qué todo es tan difícil cuando no se vive en un país grande y con dinero”. Cuarenta y cinco años de trayectoria literaria, una vida voluntariamente nómada –que a luminarias como el presidente francés Sarkozy le permite lucir sus menguadas luces soltando el estruendoso lugar común de que J.M.G. es “un cuidadano del mundo, un hijo de todos los continentes y todas las culturas”–, así como un amor elocuente e irrestricto por todo aquello que los centros culturales solían llamar periférico, hacen del también autor de los libros infantiles Lullaby y Balaabilou alguien que sabe de qué está hablando cuando se refiere al ninguneo y el desprecio de lo Otro, visto desde el pedestal sobre el que Occidente suele mirar. Así pues, no es gratuito que, siendo el decimocuarto autor de lengua francesa que recibe el Premio Nobel de Literatura, con seguridad sea el primero de ellos que puede confesarse a sí mismo como “un exiliado porque toda mi familia es mauriciana”, que “en Francia siempre me he considerado un poco como 'una pieza importada'”, y que, sin embargo, ama la lengua francesa y “quizá [ella] sea mi verdadero país”.
Para un escritor que, como Le Clézio, viene de todas partes y de todas ellas ha tomado algo, no resulta extraño pensar la novela como un ejercicio literario inclasificable y polimorfo, producto de un interminable mestizaje “que es el reflejo [...] de nuestro mundo multipolar”. Como él mismo, cabría añadir.

Publicado en Suplemento Semanal La Jornada, México. Octubre 19 de 2008