domingo, 14 de diciembre de 2008


Ricardo Piglia
la alegría del lenjuage



Por Rodolfo Alonso

Pudo haber parecido un gesto quijotesco y, por lo tanto, destinado al fracaso. Sin embargo, la encendida defensa de la poesía con que el celebrado ensayista y narrador argentino Ricardo Piglia inauguró la reciente Feria del Libro realizada en Buenos Aires, no sólo fue exaltada por los mismos medios gráficos y audiovisuales que hace rato han expulsado minuciosamente a la poesía, sino que hasta se llegó a afirmar haberle visto, casi de inmediato, supuestas consecuencias favorables. Lo que no deja de ser contradictorio: ¿si fuera tan fácil remediar la situación de la poesía, por qué resultaría necesario defenderla?
La poesía, entre tanto, no apenas como género sino como meollo mismo del arte de la palabra, de la gran literatura hoy casi ausente, ha dejado de ser testimonio o bandera y se refugia, a la defensiva, acaso en sus últimos bastiones. Fue el mismo Piglia quien dictaminó, en Encuentro del bosque (Sudamericana, 1993): “A mi juicio la literatura es un ejército en retirada que ha sufrido una derrota y le queda una vanguardia, que es la única que lucha tratando de resistir a ese ejército que avanza para liquidar a la literatura como un espacio posible de circulación de lo que hoy llamamos social.” Lo que acaso no se animó a decir entonces Piglia es que eso no se llama vanguardia, que es siempre la de un ejército a la ofensiva, sino más bien destacamento suicida, el que ofrenda su vida para cubrir la retirada de sus compañeros derrotados. Y tengamos en cuenta que no se estaba refiriendo a la poesía sino a la narrativa, aún el género dominante, dentro de los límites de la situación.
Los problemas que afectan la calidad y la exigencia, la expresión y la circulación, la existencia social y cultural de la poesía, no son simplemente los de un género literario. Sino que son consecuencia de carencias y tensiones en los más insospechados dominios, incluso políticos y socioculturales. Y el mexicano
Octavio Paz, en un reportaje para Le Nouvel Observateur, poco antes de morir pudo afirmar a Jacques Julliard: “Tocqueville vio eso bien. Habla de una vulgarización de la vida democrática y hasta de una incompatibilidad entre la poesía y la democracia moderna. La cuestión subsiste. Se habló del desastre del autoritarismo, sería preciso hablar del desastre del capitalismo liberal y democrático, en el dominio del pensamiento como en el de la vida cotidiana; la idolatría del dinero, el mercado transformado en valor único que expulsa a todos los otros.”
Al finalizar la segunda guerra mundial se extiende sobre el planeta la sociedad de consumo, que iba a masificar radicalmente los gustos y ansiedades de la comunidad. Esa nueva cultura se ha impuesto y, valiéndose de los adelantos tecnológicos, ha producido una conmoción espiritual tan grave como irreparable. Después de miles de años de civilizaciones de las cuales fue el centro, me duele anunciar que el lenguaje ya no será el eje.
Pero la poesía es “la alegría (la dicha) del lenguaje”, como sabía Wallace Stevens. Y no se trata hoy de que la poesía no circule o se escriba mala poesía, sino que eso es síntoma evidente de que los hombres están abandonando algo que les dio umbral y futuro: su espontánea capacidad de creación de lenguaje vivo. Lo supo Michel Butor, hacia 1963: “El poeta es aquel que se da cuenta de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro.” Y algo había entrevisto poco antes w. h. Auden: “Hay un mal literario que nunca se debe dejar pasar en silencio, sino atacarse continuamente, y ese es la corrupción del lenguaje, ya que los escritores no pueden inventar su propio lenguaje y dependen de aquel que heredan, de donde se desprende que la corrupción de éste implica tácitamente la de aquellos.”
En el siglo XXI podemos lamentar que un pueblo como el árabe, por ejemplo, ya no necesite inventar diez mil palabras diferentes para decir simplemente “caballo”. Esa riqueza orgánica, en ebullición, latente, que es una lengua humana viva, cualquiera sea su alcance, está hoy gravemente enferma y hasta en peligro de extinción. Por si fuera poco, nos queda la reflexión de ese Octavio Paz al que los seudo liberales de ahora parecían rendir culto, pero de quien prefieren olvidar esto: “Porque la libertad de expresión está en peligro siempre. La amenazan no sólo los gobiernos totalitarios y las dictaduras militares, sino también, en las democracias capitalistas, las fuerzas impersonales de la publicidad y del mercado. Someter las artes y la literatura a las leyes que rigen la circulación de mercancías es una forma de censura no menos nociva y bárbara que la censura ideológica.”
Debo confesar que el más límpido indicio de esperanza sobre el porvenir de la poesía no me llegó de los libros o del medio intelectual. Fue por boca de una legítima mujer del pueblo, la humilde y entrañable anciana noblemente indígena que cuidaba el baño de la Casona de los Siete Patios, en uno de esos realmente pueblos mágicos de México, Pátzcuaro, cuando al preguntarle si no prefería trabajar allí pero en otro sitio, me contestó, en un lenguaje tan caudaloso y rico que nunca olvidaré: “No, no lo haría, porque si trabajara aquí me pondría sombreada y enojona.” ¿Cuántos autodesignados poetas de hoy somos capaces de semejante limpidez, semejante intensidad y tal hondura? ¿De alcanzar esa densidad, ese timbre, ese tono del lenguaje, que siempre fue de todos y de uno, único y general, íntimamente personal y, al mismo tiempo, ineludiblemente colectivo?

Publicado en Suplemento La Jornada. México, 14 diciembre 2008

martes, 11 de noviembre de 2008

Carlos Fuentes: Un encuentro lejano con Thomas Mann



UN ENCUENTRO LEJANO CON THOMAS MANN por Carlos Fuentes

1. A principios de 1950, acababa de cumplir 21 años cuando llegué a Suiza para continuar sus estudios, tanto en la Universidad de Ginebra como en el Instituto de Altos Estudios Internacionales. Trabajaba en la misión de México ante la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y le servía de secretario al miembro mexicano de la Comisión de Derecho Internacional de la ONU, el embajador Roberto Córdova. Todo esto le daba a mi arribo en Suiza un tono sumamente formal. Ginebra, como siempre, era una ciudad muy internacional. Me hice amigo de estudiantes extranjeros, diplomáticos y periodistas. Conocí a una bellísima estudiante suiza y me enamoré de ella, pero nuestros encuentros clandestinos fueron interrumpidos por dos casualidades.
Primero, fui expulsado de la estricta pensión donde vivía en la Rue Emile Jung por razón de la clandestinidad ya dicha. Segundo, los padres de mi novia le ordenaron que dejase de frecuentar a un joven proveniente de país oscuro e incivilizado, cuyos hábitos, según se contaba, comían carne humana.
El día en que mi novia me cortó, me consolé yendo a un cine de la Rue Mollard a ve la famosa película de Carol Reed, “El tercer hombre”, que en ese momento era la más grande atracción fílmica en todo el mundo. La protagonizaba una de las más bellas mujeres que jamás se dejaron ver en la gran pantalla, Alida Valli (años más tarde mi vecina en San Angel Inn). En “El tercer hombre”, la Valli era una perfecta máscara de helada sensualidad y ojos claros, llameantes, vengativos.
Lo más importante, sin embargo, era que en la película actuaba Orson Welles, cuyo “Ciudadano Kane” yo había visto de niño en Nueva York y que me impresionó –desde entonces y hasta el día de hoy- como la máxima película sonora jamás realizada en Hollywood. Su belleza formal, la audacia de su iluminación, los ángulos de la cámara, la atención al detalle, eran valores todos que convergían para narrar La Gran Historia Norteamericana. El dinero, cómo ganarlo y cómo gastarlo. La felicidad, cómo buscarla sin jamás encontrarla. El poder, cómo alcanzarlo y cómo perderlo. Kane era al mismo tiempo el sueño americano y su reverso, la pesadilla norteamericana.
Ahora, en el cinema Mollard, Welles emergió de las sombras de los alcantarillados de Viena como el cínico negociante del crimen, Harry Lime, quien justificaba sus actividades ilegales con una frase que se hizo universalmente famosa y que afectaba, directamente, a Suiza.
Italia, dijo Harry Lime-Orson Welles, la tierra de los Médicis, la corrupción y el asesinato político, había producido a Miguel Ángel. Suiza, el país de la paz, el orden y las vacas, había producido el reloj de cuco.
No recuerdo cómo fue recibida esta línea por el público ginebrino. Sé que yo me había mudado de la puritana pensión a una buhardilla bohemia en la Place
du Buorg du Four y desde allí, junto con un condiscípulo holandés, empecé a explorar el lado oscuro de la tierra de los cucos, la vida nocturna de Ginebra. En ella abundaban los sub-Harry Lime en cabarés de mala reputación, prostitutas oxigenadas eternamente sentadas con su perritos “poodle” en el Café Canónica y un par de lindas bailarinas que el holandés y yo rápidamente convertimos en amigas íntimas. Mi felicidad se vio un tanto empañada, sin embargo, cuando perdí una cita sabatina con la bailarina, quien me dio la respuesta siguiente: “No, el sábado es el día de mi marido”.
Ah, el espectro de Calvino. ¿Ni siquiera las bailarinas de cabaré eran más que relojes de cuco animados? Después de todo, ¿tendría razón Harry Lime?
Había leído la novela de Joseph Conrad, “Bajo la mirada de Occidente”, antes de venir a Ginebra. El libro evocaba para mí una ciudad de intriga política, hormigueante de exiliados rusos y temibles anarquistas. Pero aún en la atmósfera de imvernadero trágico descrita por Conrad, había una similitud con la tierra del cuco; la protagonista Sofía Antonovna, le dice al traidor Razumov: “Recuerda, Razumov, que las mujeres, los niños y los revolucionarios detestan la ironía”.
¿Pudo haber añadido, y los suizos también? Como mexicano no me gustaban las generalizaciones sobre mi país o cualquier otro (salvo los Estados Unidos: soy puro mexicano). Leyendo a Conrad en Ginebra, sólo pude repetir con él que hay fantasmas vivos así como los hay muertos.
2. Entonces, en el verano de 1950, fui invitado por unos viejos y queridos amigos germano-mexicanos, los Wagenecht, a visitarlos a Zúrich. Nunca había estado en ese ciudad y tenía la idea preconcebida de que era la corona misma de la prosperidad suiza que tan brutalmente contrastaba con la otra Europa, la convaleciente de la guerra; Londres sujeta aún a racionamientos de los artículos básicos; Viena ocupada por las cuatro potencias vencedoras, colonia bombardeada; Italia, sin calefacción, sus trenes de tercera colmados de hombres con pantalones raídos cargando maletas atadas con mecates; los niños recogiendo colillas de cigarros en las calles de Génova, Nápoles, Milán.
Era una bella ciudad, Zúrich. Los dulces días de junio dejaban escapar el aliento moribundo de mayo y anunciaban el inminente calor de julio. Era difícil separar al lago del cielo, como si las aguas se hubiesen transformado en aire puro, y el firmamento en un espejo más del lago. Era imposible resistir el sentimiento de tranquilidad, dignidad y reserva que hacía resaltar aún más la belleza física del entorno. Me pregunté, ¿dónde están los gnomos, dónde tienen escondido el oro, en esta ciudad donde se suponía que los nibelungos se hacían visibles, vestidos de chaqué y con sombreros de copa, como en las caricaturas de George Grosz?
He de admitir que mi ironía potencial, bien fundadas en las riberas del lago Leman, se vino abajo una noche en que mis amigos me invitaron a cenar en el
hotel Baur-au-Lac junto al lago. El restaurante era una balsa, una terraza flotante sobre el lago. Se llegaba a él por una pasarela. lo iluminaban con linternas chinas y velas trémulas. Desdoblé mi tiesa servilleta blanca entre el tintineo apacible de plata y vidrio, levanté la mirada y vi al grupo sentado en la mesa de al lado.
Tres damas cenaban con un caballero maduro, un hombre de más de 70 años, tieso y elegante como las servilletas almidonadas, vestido con saco blanco cruzado e inmaculadas camisa y corbata. Sus dedos largos y delicados rebanaban un faisán frío con minuciosa cortesía. Aún mientras comía, parecía envergado como una vela, con una rigidez militar. Su rostro mostraba una fatiga creciente. Pero el orgullo fijo en sus labios y mandíbulas desesperadamente trataba de ocultar el cansancio. Sus ojos brillaban con el fogoso fuego del capricho.
Mientras las luces de carnaval de esa noche de verano en Zúrich jugaban con luces propias sobre las facciones que al fin reconocí, el rostro de Thomas Mann era un teatro de emociones calladas, implícitas. Comía y dejaba que las señoras hablasen; él era, ante mi fascinada mirada, el creador de tiempos y espacios en los que la soledad es la madre de una belleza poco familiar y peligrosa, pero también el alma de lo perverso e ilícito.
No supe medir la verdad de mi intuición, esa noche de mi juvenil y distante encuentro con un autor que, literalmente, había dado forma a los escritores de mi generación. De “Los Buddenbrook” a las grandes novelas cortas a “La montaña mágica”, Thomas Mann había sido el amarre más seguro de nuestra atracción literaria latinoamericana hacia Europa. Porque si Joyce era Irlanda y la lengua inglesa y Proust, Francia y la lengua francesa, Mann era más que Alemania y la lengua alemana. Como jóvenes lectores de Broch, Musil, Schnitzler, Joseph Roth, Kafka, Lernert-Hollenia, sabíamos que la lengua alemana era algo más que Alemania; era la lengua de Viena y Praga y Zúrich, y a veces hasta de Trieste y Venecia. Pero era Mann quien las reunía todas como lenguaje europeo fundado en la imaginación de Europa, algo más que sus partes. A nuestros jóvenes ojos latinoamericanos, Mann era ya lo que un día Jacques Derrida habría de llamar la Europa que es lo que ha sido prometido en nombre de Europa. Mirando esa noche a Mann cenando en Zúrich, se fundieron para siempre en mi cabeza los dos espacios del espíritu, Europa y Zúrich. Gracias a este encuentro-desencuentro, esa misma noche coroné a Zúrich como la verdadera capital de Europa.
3. Era curioso. Era impertinente. ¿Me atrevería a acercarme a Thomas Mann, yo, un estudiante mexicano de 21 años con muchas lecturas entre pecho y espalda, pero con todas las inhabilidades de una sofisticación social e intelectual muy lejos de mis manos? En un ensayo memorable Susan Sontag ha recordado cómo ella, aún más joven que yo, penetró el santo de los santos de la casa de Thomas Mann en Los Ángeles en los años cuarenta y descubrió que tenía bien poco que decir, pero mucho que observar. Yo no tenía nada que decir, pero, como Sontag, mucho que observar.
Allí estaba él, la mañana siguiente, en el hotel Dolder donde se hospedaba, vestido todo de blanco, digno hasta un punto menos que la rigidez, pero con ojos más alertas y horizontales que la noche anterior. Varios hombres jóvenes jugaban tenis en las canchas, pero él sólo tenía ojos para uno de ellos, como si éste fuese el Elegido, el Apolo del deporte blanco. Ciertamente, era un joven muy bello, de no más de 20 años, 21 acaso; mi propia edad. Mann no podía quitarle de encima los ojos al muchacho y yo no podía quitarle la mirada a Mann. Estaba presenciando una escena de “La muerte en Venecia”, sólo que 38 años más tarde, cuando Mann ya no tenía 37 (su edad al escribir la novela maestra sobre el deseo sexual), sino 75, más viejo aún que el afligido Aschenbach enamorando de lejos al joven Tadzio en la playa de Lido –donde 20 años de ver a Mann en Zúrich, vi a Luchino Visconti, en compañía de Carlos Monsiváis, filmar “La muerte en Venecia” con una mujer que asumía todas las bellezas y todos los deseo, incluso los de la androginia, Silvana Mangano-.
En Zúrich aquella mañana, la situación se repetía, asombrosa, famosa, dolorosa. El circunspecto hombre de letras, el Premio Nobel de Literatura, Mann el septuagenario, no podía esconder ni de mí ni de nadie más, su deseo apasionado por un muchacho de 20 años que jugaba tenis en una cancha del hotel Dolder una radiante mañana de junio del lejano 1950 en Zúrich. Entonces, una mujer joven llegó hasta donde se encontraba su padre, pareció regañarlo cariñosamente, lo obligó a abandonar su apasionada avanzada y regresar con ella a la vida de todos los días, no sólo la del hotel, sino la de este autor inmensamente disciplinado cuyos impulsos dionisiacos eran siempre controlados por el dictado apolíneo de gozar la vida sólo a condición de darle forma.
Para Mann, lo vi esa mañana, la forma artística precedía a la carne prohibida. La belleza se encontraba en el arte, no en el prematuro cadáver de nuestros deseos informes, pasajeros, al cabo corruptos. Fue para mí un momento dramático, inolvidable: un comentario verdadero sobre la vida y la obra de Thomas Mann, el arribo de su hija Erika, visiblemente burlona ante las debilidades eróticas de su padre, suavemente empujándolo de regreso, no al orden de “cucolandia”, sino al orden del espíritu, de la literatura, de la forma artística, donde Thomas Mann podía tener el 20 y las chanchas, ser el dueño, y no el juguete, de sus emociones.
Me senté a almorzar con mis amigos germano-mexicanos en el comedor del Dolder. El joven que nos sirvió la mesa era el mismo al cual Mann había estado admirando esa mañana. No había tenido tiempo de bañarse y olía ligeramente a sudor saludable y deportivo. El capitán de meseros se dirigió, imperiosamente, a él, Franz, y el muchacho corrió hacia otra mesa.
4. De manera que había un misterio en Zúrich, algo más que relojes de cuco. Había ironía. Y rebelión. Había el Café Voltaire y el nacimiento de Dada, en medio de la más sangrienta guerra jamás librada en suelo europeo. Había Tristán Tzara pintándole un violín al racionalismo: el pensamiento proviene de
la boca. Y Francis Picabia convirtiendo las tuercas en arte. Zúrich diciéndole a un mundo hipócrita, decadente y manchado de sangre en las trincheras en aras de una racionalidad superior: “Todo lo que vemos es falso”. De tan sencilla premisa, murmurada desde el Café Voltaire por el impertinente Tzara y su monóculo, surgió la revolución de la vista y el sonido y el humor y el sueño y el escepticismo que al cabo enterraron la autosatisfacción de la Europa decimonónica, pero no pudieron enterrar la barbarie por venir. ¿No era aún Europa, no lo sería jamás, lo que había sido prometido en nombre de Europa? ¿Sería Europa tan sólo la noche y niebla de Treblinka y Dachau? Sólo si aceptamos que todo lo que vino de Zúrich –Duchamp y los surrealistas, Hans Richter y Luis Buñuel, Picasso y Max Ernst, Arp, Magritte, Man Ray- no eran lo que había sido prometido en el nombre de Europa. Pero lo era. Lo que siempre fue prometido en el nombre de Europa fue la crítica de Europa, la advertencia contra de Europa contra su propia arrogancia, su complacencia y su confusa sorpresa cuando al cabo caían los golpes de la adversidad. Fue la advertencia que hicieron los artistas de Zúrich en 1916. Debería, de nuevo, ser la advertencia, hoy que los fantasmas del racismo, la xenofobia, el antisemitismo, y el antiislamismo levantan la cabeza y nos recuerdan las palabras de Conrad en “Bajo la mirada de Occidente”: “Hay fantasmas de los vivos así como fantasmas de los muertos”.
¿Quién había visto a estos espectros, quién los había pintado, quién les había dado horror corpóreo? Otro ciudadano de Zúrich, Fussli, el más grande de los pintores prerrománticos, Fussli que había encarnado, desde el siglo XVIII, todos los temas de la noche oscura del alma romántica tal y como lo describió Mario Praz en su celebrado libro, “La agonía romántica”. Fussli y “La Belleza Dame Sans Merci”, Fussli y “La Belleza de la Medusa”, Fussli y las “Metamorfosis de Satanás”, Fussli y la advertencia de André Gide: “No creer en el Diablo es darle todas las ventajas de sorprendernos”. El agua bautismal del romanticismo –la belleza de lo horrible- proviene de Fussli, ciudadano de Zúrich. Las tinieblas desbaratadas por una luz inalcanzable. La alegría del crimen practicada por el anticuco Harry Lime. El Hombre Fatal y la Mujer Fatal que han fascinado nuestras imposibles imaginaciones, de Lord Byron a James Dean, de Salomé a Greta Garbo.
Zúrich, ¿urna de los arquetipos del mundo moderno? ¿Por qué no, desde un amplísimo punto de mira? James Joyce cantó canciones coloradas en el Café Terrasse, jugando con las palabras con la anticipatoria alegría de “Ulises”, su “work in progress”. Lenin asistió asiduamente al Café Odeón antes de partir a Rusia en un vagón de ferrocarril famosamente sellado. ¿Se conoció la pareja sólo en la obra de Tom Stoppard, sólo en la memoria de Samuel Beckett? ¿No caminaron todos estos fantasmas sobre las aguas del lago de Zúrich?
Y sin embargo, para mí, tan deslumbrante como la pintura de Fussli y tan asombrosas como las bromas de Dada, tan tensamente opuestas como la vida de Zúrich y las de Joyce y Lenin puedan serlo, es siempre Mann, Thomas Mann, el buen europeo, el europeo contradictorio, el europeo crítico, quien regresa a mi emoción y a mi cabeza como la figura que más asocio con la ciudad de Zúrich.
5. ¿Cuántas veces estuvo allí? ¿Cómo separar a Mann de Zúrich? Qué larga fue su vida allí, yendo y viniendo de su vida en Kusnacht a sus casas en Erlenbach y Kilchberg; los lugares de reposo, los sitios del trabajo. Pero también hay que recordar a Zúrich en las cumbres de la vida de Mann. La visita de 1921, cuando el autor se atrevió a aumentar a mil marcos sus honorarios por dar una conferencia. La lectura a los estudiantes, en 1926, de pasajes de “Desorden y penas tempranas”. La festiva celebración en 1936 de sus 60 años, cuando Mann escogió a Zúrich no como sitio extranjero, sino como patria para un alemán de mi condición. Zúrich como antigua sede de cultura germánica, allí donde lo germánico se junta con lo europeo. La inquietante visita en 1937, al filo de la noche y niebla nazis, preparando la “Carlota en Weimar” como el desesperado intento de una nueva “Aufklärung”, una nueva Ilustración, pasando por alto la negativa de Gerhard Hauptmann de saludarlo con una filosófica espera de “otros tiempos”, acaso tiempos mejores. Tratando de salvar a su hijo Klaus Mann del mundo de las drogas, un mundo, escribió, “donde el esfuerzo moral... no recibe gratitud alguna”.
Y luego el Thomas Mann que regresa a Zúrich después de la guerra y empieza una actividad incesante, como si la edad y la fatiga no contasen. El cuarto de hotel en el Baur-au-Lac constantemente invadido por el correo, las solicitudes de entrevistas, los pedruscos de la gloria en las botas del escritor, acumulándose hasta constituir un estorbo insoportable. Y el reposo en la belleza de un muchacho anhelado, la espera de una sola palabra del joven y la convicción de que nada, nada en este mundo, puede devolverle el poder del amor a un viejo...
Y cuando, el 15 de agosto de 1955, el trono quedó vacío, yo miré de vuelta hacia aquel encuentro fortuito en Zúrich durante la primavera de 1950 y escribí:
“Thomas Mann había logrado, a partir de su soledad, el encuentro de la afinidad anhelada entre el destino personal del autor y el de sus contemporáneos”. A través de él, yo había imaginado que los productos de su soledad y de su afinidad se llamarían arte (creado por uno solo) y civilización (creada por todos). Habló con tanta seguridad, en “La muerte en Venecia”, acerca de las tareas que le imponían su propio ego y el alma europea que yo, paralizado por la admiración, lo vi de lejos aquella noche en Zúrich sin poder imaginar una afinidad comparable en nuestra propia cultura latinoamericana, donde las exigencias extremas de un continente saqueado, a menudo silenciado, a menudo también matan las voces del ser y convierten en un monstruo político hueco la de la sociedad, a veces matándola, o pariendo a un enano sentimental y, a veces, lastimoso.
No obstante, cuando recordaba mi apasionada lectura de todo lo que Thomas Mann escribió, de “La sangre de los Walsung” al “Doctor Fausto”, no podía sino sentir que, a pesar de las vastas diferencias entre su cultura y la nuestra, en ambas –Europa, la América Latina; Zúrich, la ciudad de México- la literatura al cabo se afirmaba a sí misma a través de una relación entre los mundos visibles e invisibles de la narrativa, entre la la nación y la narración. Una novela, dijo
Mann, debería recoger los hilos de muchos destinos humanos en la urdimbre de una sola idea. El Yo, el Tú y el Nosotros estaban secos y separados por nuestra falta de imaginación. Entendí estas palabras de Mann y pude unir las tres personas para escribir, años más tarde, una novela, “La muerte de Artemio Cruz”.
6. Entonces los años cincuenta se extraviaron en los sesenta y nos hicimos cargo de otro ciudadano de Zúrich, Max Frisch y “Yo no soy Stiller”. Nos enteramos de Friederich Dürrenmatt y su “Visita”. Incluso nos dimos cuenta de que hasta Jean-Luc Godard era suizo y de que el proverbial cuco estaba tan muerto como el también proverbial pato anglosajón por el igualmente proverbial clavo hispánico. Harry Lime salió de las alcantarillas y se volvió gordo y complaciente, anunciando “wine before its time”. Pues incluso él, Welles, había sufrido la suerte de Kane, indulgente pero trágico. Acaso dejó trazos de su inmenso talento en manos de los duros, trágicos, implacables escritores suizos como Frisch y Dürrenmatt, aquellos que para Harry Lime habían sido ni más ni menos que relojes de cuco.
7. Tengo dos finales distintos para mi historia de Zúrich. Uno es más cercano a mi edad y a mi cultura. Es la imagen del escritor español Jorge Semprún, republicano y comunista, enviado a edad de 15 años al campo de concentración nazi de Buchenwald y que, al ser liberado por las tropas aliadas en 1945, no fue capaz de reconocerse a sí mismo en el joven demacrado, salvado de la muerte, que no hablaría de su dolorosa experiencia hasta que su rostro le dijese: “Puedes volver a hablar”.
Lo que hace Semprún en su notable libro, “La escritura o la vida”, es esperar pacientemente hasta que una vida plena le sea restaurada, aunque le tome décadas (y se las toma) antes de hablar sobre el horror de los campos. Entonces, un día en Zúrich, se atreve a entrar a una librería por primera vez desde de su liberación años atrás y se sorprende mirándose a sí mismo en la vitrina del comercio. Zúrich le ha devuelto su rostro. No necesita recobrar el horror. Recuperar el rostro ha bastado para contarnos toda la historia. La vida de Zúrich le rodea.
El otro final está más cerca de mi propia memoria. Sucedió esa noche de 1950 cuando, sin que él lo supiera, dejé a Thomas Mann saboreando su “demi-tasse” mientras la medianoche se aproximaba y el restaurante flotante del Baur-au-Lac se bamboleaba ligeramente y las linternas chinas se iban apagando lentamente.
Siempre le quedaré agradecido a esa noche en Zúrich por haberme enseñado, en silencio, que en la literatura sólo se sabe lo que se imagina.
[publicado en el diario El País, España, 24 de junio de 1998]

lunes, 20 de octubre de 2008

Juan Gelman y la literatura


…ahí está la poesía: de pie contra la muerte…

Discurso Íntegro al recibir el Cervantes.-

Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro de Cultura, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de Henares, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, amigas, amigos, señoras y señores:
Deseo, ante todo, expresar mi agradecimiento al jurado del Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes, a la alta investidura que lo patrocina y a las instituciones que hacen posible esta honrosísima distinción, la más preciada de la lengua, que hoy se me otorga. Mi gratitud es profunda y desborda lo meramente personal. En el año 2006 se galardonó con este Premio al gran poeta español Antonio Gamoneda y en el 2007 lo recibe también un poeta, esta vez de Iberoamérica. Se premia a la poesía entonces, “que es como una doncella tierna y de poca edad y en todo extremo hermosa” para don Quijote, doncella que, dice Cervantes en “Viaje del Parnaso”,“puede pintar en la mitad del díala noche, y en la noche más escurael alba bella que las perlas cría…Es de ingenio tan vivo y admirableque a veces toca en puntos que suspenden,por tener no se qué de inescrutable”.
A la poesía hoy se premia, como fuera premiada ayer y aun antes en este histórico Paraninfo donde voces muy altas resuenan todavía. Y es algo verdaderamente admirable en estos “Dürftiger Zeite”, estos tiempos mezquinos, estos tiempos de penuria, como los calificaba Hölderin preguntándose “Wozu Dichter”, para qué poetas. ¿Qué hubiera dicho hoy, en un mundo en el que cada tres segundos y medio un niño menor de cinco años muere de enfermedades curables, de hambre, de pobreza? Me pregunto cuántos habrán fallecido desde que comencé a decir estas palabras. Pero ahí está la poesía: de pie contra la muerte.
Safo habló del bello huerto en el que “un agua fresca rumorea entre las ramas de los manzanos, todo el lugar sombreado por las rosas y del ramaje tembloroso el sueño descendía”, Mallarmé conoció la desnudez de los sueños dispersos, Santa Teresa recogía las imágenes y los fantasmas de los objetos que mueven apetitos, San Juan bebió el vino de amor que sólo una copa sirve, Cavalcanti vio a la mujer que hacía temblar de claridad el aire, Hildegarda de Bingen lloró las suaves lágrimas de la compunción, y tanta belleza cargada de másvida causa el temblor de todo el ser. ¿No será la palabra poética el sueño de otro sueño?
Santa Teresa y San Juan de la Cruz tuvieron para mí un significado muy particular en el exilio al que me condenó la dictadura militar argentina. Su lectura desde otro lugar me reunió con lo que yo mismo sentía, es decir, la presencia ausente de lo amado, Dios para ellos, el país del que fui expulsado para mí. Y cuánta compañía de imposible me brindaron. Ese es un destino “que no es sino morir muchas veces”, comprobaba Teresa de Avila. Y yo moría muchas veces y más con cada noticia de un amigo o compañero asesinado o desaparecido que agrandaba la pérdida de lo amado. La dictadura militar argentina desapareció a 30.000 personas y cabe señalar que la palabra “desaparecido” es una sola, pero encierra cuatro conceptos: el secuestro de ciudadanas y ciudadanos inermes, su tortura, su asesinato y la desaparición de sus restos en el fuego, en el mar o en suelo ignoto. El Quijote me abría entonces manantiales de consuelo.
Lo leí por primera vez en mi adolescencia y con placer extremo después de cruzar, no sin esfuerzo, la barrera de las imposiciones escolares. Me acuciaba una pregunta: ¿cómo habrá sido el hombre, don Miguel? Conocía su vida de pobreza y sufrimiento, sus cárceles, su cautiverio en Argel, su Lepanto, los intentos fallidos de mejorar su suerte. Pero él, ¿quién era? Releía el autorretrato que trazó en el prólogo de las Novelas Ejemplares: “Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada”, que nada me decía, salvo la mención de sus “alegres ojos”. Comprendí entonces que él era en su escritura. Me interno en ella y aún hoy creo a veces escuchar sus carcajadas cuando acostaba al Caballero de la Triste Figura en el papel. Sólo quien, desde el dolor, ha escrito con verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo semejante. Cómico es el rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma.
Declaro que, en verdad. quise recorrer ante ustedes, con ustedes, los trabajos de Persiles y Sigismunda, o la locura quebradiza del licenciado Vidriera, o compartir la nueva admiración y la nueva maravilla del coloquio de los perros, o el combate verdaderamente ejemplar entre los poetas malos y los buenos que tiene lugar en “Viaje del Parnaso” y en el que cualquier buen poeta podía caer herido por un pésimo soneto bien arrojado. Pero tal como la lámpara alimentada a querosén que los campesinos de mi país encienden a la noche y alrededor de la cual se sientan a cenar, cuando hay, y luego a leer, cuando hay y cuando hay ganas, y a la que mosquitos y otros seres alados acuden ciegos de luz y la calor los mata, así yo, encandilado por don Alonso Quijano, no puedo sustraerme a su fulgor.
Muchas plumas hondas y brillantes han explorado los rincones del gran libro. Por eso, parafraseando al autor, declaro sin ironía alguna que, con seguridad, este discurso carece de invención, es menguado de estilo, pobre de conceptos, falto de toda erudición y doctrina. Sólo hablo como lector devoto de Cervantes, pero quién puede describir los territorios del asombro. Con mucha suerte y perspicacia, es posible apenas sentarse a la sombra de lo que siempre calla.
Cervantes se instala en un supuesto pasado de nobleza e hidalguía para criticar las injusticias de su época, que son las mismas de hoy: la pobreza, la opresión, la corrupción arriba y la impotencia abajo, la imposibilidad de mejorar los tiempos de penuria que Hölderlin nombró. Se burla de ese intento de cambio y se burla de esa burla porque sabe que jamás será posible terminar con la utopía, recortar la capacidad de sueño y de deseo de los seres humanos. Cervantes inventó la primera novela moderna, que contiene y es madre de todas las novedades posteriores, de Kafka a Joyce. Y cuando en pleno siglo XX Michel Foucault encuentra en Raymond Roussel las características de la novela moderna, éstas: “el espacio, el vacío, la muerte, la transgresión, la distancia, el delirio, el doble, la locura, el simulacro, la fractura del sujeto”, uno se pregunta ¿qué? ¿No existe todo eso, y más, en la escritura de Cervantes?
Su modernidad no se limita a un singular universo literario. La más humana es un espejo en el que podemos aún mirarnos sin deformaciones en este siglo XXI. Dice Don Quijote: “Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar la maldita máquina) y corta y acaba en un instante los pensamientos y la vida de quien la merecía gozar luengos siglos”.
Desde el lugar de presunto caballero andante quejoso de que las armas de fuego hayan sustituido a las espadas, y que una bala lejana torne inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote destaca un hecho que ha modificado por completo la concepción de la muerte en Occidente: es la aparición de la muerte a distancia, cada vez más segura para el que mata, cada vez más terrible para el que muere. Pasaron al olvido las ceremonias públicas y organizadas que presidía el mismo agonizante en su lecho: la despedida de los familiares, los amigos, los vecinos, el dictado del testamento ante los deudos. La muerte hospitalizada llega hoy con un cortejo de silencios y mentiras.
Y qué decir de los 200.000 civiles de Hiroshima que el coronel Paul Tobbets aniquiló desde la altura apretando un simple botón. Piloteaba un aparato que bautizó con el nombre de su madre, arrojó la bomba atómica y después durmió tranquilo todas las noches, dijo. Pocos conocen el nombre de las víctimas cuya vida el coronel había segado. La muerte se ha vuelto anónima y hay algo peor: hoy mismo centenares de miles de seres humanos son privados de la muerte propia. Así se da en Irak.
Creo, sin embargo, como el historiador y filósofo Juan Carlos Rodríguez, que el Quijote es una gran novela de amor. Del amor imposible. En el amor se da lo que no se tiene y se recibe lo que no se da y ahí está la presencia del ser amado nunca visto, el amor a un mundo más humano nunca visto y torpemente entrevisto, el amor a una mujer que no es y a una justicia para todos que no es. Son amores diferentes pero se juntan en un haz de fuego. ¿Y acaso no quisimos hacer quijotadas en alguna ocasión, ayudar a los flacos y menesterosos? ¿Luchando contra molinos de aspas de acero, que ya no de madera? ¿Despanzurrando odres de vino en vez de enfrentar a los dueños del dolor ajeno? ¿”En este valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos -dice Sancho-, donde apenas se halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería”?
He celebrado hace dos años, con ocasión de la entrega del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, mi llegada a una España que no acepta las aventuras bélicas y que rompe clausuras sociales que hieren la intimidad de las personas. Hoy celebro nuevamente a una España empeñada en rescatar su memoria histórica, único camino para construir una conciencia cívica sólida que abra las puertas al futuro. Ya no vivimos en la Grecia del siglo V antes de Cristo en que los ciudadanos eran obligados a olvidar por decreto. Esa clase de olvido es imposible. Bien lo sabemos en nuestro Cono Sur.
Para San Agustín, la memoria es un santuario vasto, sin límite, en el que se llama a los recuerdos que a uno se le antojan. Pero hay recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y muestran su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres amados que las dictaduras militares desaparecieron. Pesan en el interior de cada familiar, de cada amigo, de cada compañero de trabajo, alimentan preguntas incesantes: ¿cómo murieron? ¿Quiénes lo mataron? ¿Por qué? ¿Dónde están sus restos para recuperarlos y darles un lugar de homenaje y de memoria? ¿Dónde está la verdad, su verdad? La nuestra es la verdad del sufrimiento. La de los asesinos, la cobardía del silencio. Así prolongan la impunidad de sus crímenes y la convierten en impunidad dos veces.
Enterrar a sus muertos es una ley no escrita, dice Antígona, una ley fija siempre, inmutable, que no es una ley de hoy sino una ley eterna que nadie sabe cuándo comenzó a regir. “¡Iba yo a pisotear esas leyes venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza voluntad de un hombre, fuera el que fuera!”, exclama. Así habla de y con los familiares de desaparecidos bajo las dictaduras militares que devastaron nuestros países. Y los hombres no han logrado aún lo que Medea pedía: curar el infortunio con el canto.
Hay quienes vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas. Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas. Laten en el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y así como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado. Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su pasado en particular.
Pero volviendo a algunos párrafos atrás: hay tanto que decir de Cervantes, de este hombre tan fuera del uso de los otros. De sus neologismos, por ejemplo. Salvo él, nadie vio a una persona caminar asnalmente. O llevar en la cabeza un baciyelmo. O bachillear. Don Quijote aprueba la creación de palabras nuevas, porque “esto es enriquecer la lengua, sobre quien tienen poder el vulgo y el uso”. Hace unos años ciertos poetas lanzaron una advertencia en tono casi legislativo: no hay que lastimar al lenguaje, como si éste fuera río coagulado, como si los pueblos no vinieran “lastimándolo” desde que empezaron a nombrar. Cuando Lope dice “siempre mañana y nunca mañanamos” agranda el lenguaje y muestra que el castellano vive, porque sólo no cambian las lenguas que están muertas. La lengua expande el lenguaje para hablar mejor consigo misma.
Esas invenciones laten en las entrañas de la lengua y traen balbuceos y brisas de la infancia como memoria de la palabra que de afuera vino, tocó al infante en su cuna y le abrió una herida que nunca ha de cerrar. Esas palabras nuevas, ¿no son acaso una victoria contra los límites del lenguaje? ¿Acaso el aire no nos sigue hablando? ¿Y el mar, la lluvia, no tienen muchas voces? ¿Cuántas palabras aún desconocidas guardan en sus silencios? Hay millones de espacios sin nombrar y la poesía trabaja y nombra lo que no tiene nombre todavía.
Esto exige que el poeta despeje en sí caminos que no recorrió antes, que desbroce las malezas de su subjetividad, que no escuche el estrépito de la palabra impuesta, que explore los mil rostros que la vivencia abre en la imaginación, que encuentre la expresión que les dé rostro en la escritura. El internarse en sí mismo del poeta es un atrevimiento que lo expone a la intemperie. Aunque bien decía Rilke: “[...] lo que finalmente nos resguarda/es nuestra desprotección”. Ese atrevimiento conduce al poeta a un más adentro de sí que lo trasciende como ser. Es un trascender hacia sí mismo que se dirige a la verdad del corazón y a la verdad del mundo. Marina Tsvetaeva, la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo, recordó alguna vez que el poeta no vive para escribir. Escribe para vivir.

Tomado: Bitácora de Gelman


domingo, 19 de octubre de 2008

Premio Nobel de Literatura


J.M.G. Le Clézio: un Nobel multipolar e inclasificable


Luis Tovar


Diez días después de haberse difundido la noticia de que Jean Marie Gustave Le Clézio –J.M.G. Le Clézio, simplemente, para quien ha leído alguno de los cerca de cincuenta títulos publicados por el autor de Desierto– es el ganador del Premio Nobel de Literatura 2008, no deben ser muchos quienes desconocen los datos biográficos básicos del autor: que nació hace sesenta y ocho años en Niza, de padre inglés y madre francesa; que desde pequeño vivió en la isla Mauricio, donde abrevó las primeras imágenes y sonidos que más tarde nutrirían en buena medida su universo escritural; que a los siete años de edad, durante el viaje que lo llevaría a Nigeria a reunirse con su padre, compuso los que deben ser considerados sus primeros libros: Un largo viaje y Oradi noir. Tampoco se ignora que residió en Bristol a finales de la década de los cincuenta, donde comenzó sus estudios universitarios, mismos que concluyó en Niza; que, ya graduado como doctor en letras, se trasladó a Estados Unidos para desempeñarse como profesor; se sabe también que hace cuarenta y un años fue enviado a Tailandia para cumplir su servicio militar, y que fue expulsado de ese país debido a que protestó en contra de la prostitución infantil. Desde luego, no se desconoce que dicha expulsión fue la que a finales de los años sesenta lo trajo a México, donde impartió clases y en donde su intensa vocación viajera se consolidaría. Es ya un hito el hecho de que Le Clézio vivió, de 1970 a 1974, con los indios embera de Panamá, y que dicha convivencia fue trasladada a la literatura, a pesar de las insidiosas acusaciones que el autor recibió por parte de una crítica que quiso ver en ello ingenuidad, simplismo y concesiones al mito del buen salvaje.
Lo que definitivamente no puede ignorarse es que, en 1963, con sólo veintitrés años de edad, Le Clézio se hizo acreedor al Premio Renaudot por su primera novela, titulada El atestado (Le Procès-verbal), con la cual obtuvo, además, el reconocimiento y hasta los elogios de Foucault y Deleuze, entre otros célebres contemporáneos suyos, que tempranamente advirtieron en Le Clézio al autor que, años más tarde –es decir en la actualidad–, sería considerado el más importante de los escritores vivos en lengua francesa.
Ya instalado en un modo de vida itinerante, J.M.G. publicó el libro de relatos La fiebre (La Fièvre, 1965), El diluvio (Le Déluge, 1966), Tierra amada (Terra Amata, 1967) y El libro de las huidas (Le Livre des Fuites, 1969), es decir, a razón de un libro por año o poco más. Desde entonces, además del carácter decididamente prolífico de su escritura, quedarían perfectamente establecidas muchas de las preocupaciones leclezianas, no sólo de orden literario formal, sino también temáticas, pues mientras los dos primeros títulos reflejan el interés del autor por explicarse el miedo y los conflictos que predominan en el mundo occidental, los últimos dos ponen de manifiesto una temprana y, en aquel entonces, inusual vocación ecologista. Y no sólo eso, pues su conocimiento directo de la cultura en los países donde ha residido o pasado largas temporadas se ha convertido, puntualmente, en libros, por ejemplo los alusivos a temas mexicanos: su traducción de Las profecías de Chilam Balam , y los ensayos El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido, Relación de Michacán y, naturalmente, Diego y Frida.
Hace más de un cuarto de siglo, en 1980, Le Clézio publicó Desierto, que acaso sea su más célebre novela, por la cual fue reconocido con el Premio Paul Morand. En Desierto se conjuntan, de manera armónica, la totalidad de los elementos narrativos que singularizan y vuelven insustituible al autor, pues, para decirlo en palabras de la Academia Sueca , la novela “contiene imágenes de una cultura perdida en el desierto del norte de África, contrastadas con un retrato de Europa visto con los ojos de inmigrantes no deseados”. En ese relato, de largo y seco aliento e imágenes de precisión descarnada, Le Clézio habla lo mismo de ecología que de antropología, y al tiempo que exhibe en toda su belleza el paisaje físico y el paisaje intelectual de una cultura milenaria, hace una denuncia de la verticalidad en las relaciones humanas y sociales norte-sur. Cualidades semejantes son las que pueden leerse en obras más recientes, como la bien conocida El africano, de 2004, así como en Urania, de 2006, y algo similar deberá ocurrir con El estribillo del hambre (Ritournelle de la Faim), aparecido en este 2008.
Poco antes de saber que recibiría el galardón literario más importante, Le Clézio se preguntaba “por qué todo es tan difícil cuando no se vive en un país grande y con dinero”. Cuarenta y cinco años de trayectoria literaria, una vida voluntariamente nómada –que a luminarias como el presidente francés Sarkozy le permite lucir sus menguadas luces soltando el estruendoso lugar común de que J.M.G. es “un cuidadano del mundo, un hijo de todos los continentes y todas las culturas”–, así como un amor elocuente e irrestricto por todo aquello que los centros culturales solían llamar periférico, hacen del también autor de los libros infantiles Lullaby y Balaabilou alguien que sabe de qué está hablando cuando se refiere al ninguneo y el desprecio de lo Otro, visto desde el pedestal sobre el que Occidente suele mirar. Así pues, no es gratuito que, siendo el decimocuarto autor de lengua francesa que recibe el Premio Nobel de Literatura, con seguridad sea el primero de ellos que puede confesarse a sí mismo como “un exiliado porque toda mi familia es mauriciana”, que “en Francia siempre me he considerado un poco como 'una pieza importada'”, y que, sin embargo, ama la lengua francesa y “quizá [ella] sea mi verdadero país”.
Para un escritor que, como Le Clézio, viene de todas partes y de todas ellas ha tomado algo, no resulta extraño pensar la novela como un ejercicio literario inclasificable y polimorfo, producto de un interminable mestizaje “que es el reflejo [...] de nuestro mundo multipolar”. Como él mismo, cabría añadir.

Publicado en Suplemento Semanal La Jornada, México. Octubre 19 de 2008

sábado, 30 de agosto de 2008

Literatura y realidad


“O se escribe por juego, entretenimiento propio y de los lectores, para pasar y hacer pasar el rato, para distraer o procurar unos momentos de agradable evasión; o se escribepara buscar la condición del hombre, empresa que ni sirvede pasatiempo, ni es juego, ni es agradable.”


Ernesto Sabato.



Por Reyes Gilberto Arévalo**


Mi intención es conversar sobre el sentido propio de la palabra y sus repercusiones en el lenguaje. Me refiero a la palabra que nos lleva a encontrar la terca insistencia de vibraciones desconocidas, a señalar el parpadeo resplandeciente de las caídas de agua, a escuchar los rumores de vivientes obstinaciones prestos a convertirse en exclamaciones de niños sorprendidos, que muestra el instante en que cada cosa recobra el movimiento universal. La palabra que nos permite presentir la respiración de remotos horizontes, que nos tienta a adivinar el dialogo cotidiano del extravío de los sentidos. Hablo entonces de la palabra que nos conduce al poema, que nos lleva de la mano a mostrar evidencias que exigen - como propósito – la sinceridad en la expresión escrita. La palabra es identidad, sin ella existiríamos en borrador, en trazos mal dibujados, llenos de movimientos y de impresiones digitales, pero sin la conciencia de presentimientos que al escribirlos se conviertan en esperanzas, delirios, memoria; en todo lo que nos hace tener el sentimiento interior de lo que somos. Al escribir poesía este sentimiento interior se fragmenta en medio de una algarabía de sensaciones, sensualidades, e imágenes. Luego viene la calma a través del poema esperado y encontrado en esa embriaguez satisfecha, percibo de pronto que me descubro a mí mismo, quiera o no me pongo en evidencia, me descobijo y queda revelada mi interioridad. Es decir, cada palabra se vuelve descubridora, me doy a la mirada de todos, soy observado, escrutado, averiguado, me convierto en sujeto indagado y rastreado. Aquí es donde – si existe lo auténtico – se aprende a asumir la responsabilidad del acto de escribir, para mí a través de la palabra - para bien o para mal – se ofrece una conducta. Así como en la desnudez corporal no deben de existir términos medios, mas aun esto es vital, cuando quien escribe echa a andar la desnudez de los sueños de su conciencia. Indagando en esta conciencia, el escritor debe de tener atributos que le permitan encontrar su verdadero rostro ante el desconcierto del drama histórico de su existencia. En nuestro país, existen poetas, escritores que no les interesa el desgarramiento, la soledad, la desdicha de la condición humana. Sienten vergüenza hablar de esas cosas tristes. Dios los guarde que su obra se vincule con la impureza, lo precario, con la incertidumbre total de seres marginados, todo lo contemplan a distancia. Estos “autores”, no reparan que toda “obra es un hecho social” ( J.P. Sartre), y que esto genera una escala de valores éticos y morales frente a la realidad que les tocó vivir, por lo contrario son propiciadores de valores que se concretan en su imaginación y no en la realidad. Temen incomodar a alguien en lo que escriben; se quedan arropando más cosas de las que expresan. Se preguntan con impudicia qué dirán su mujer, sus hijos, los vecinos, los compañeros de trabajo, aunque esto les produce un amargo sabor en la boca prefieren deglutirlo y no restregar sus golpes de pecho en la página en blanco. Nos proponen un lenguaje que se abandona a una suerte de ordenamiento y rigurosidad, ofrecen sentimientos añadidos, que oscilan entre la suposición y la nada, entre lo falso y lo indiferente, entre la evasión y lo puramente formal. Escriben bonito. Todo lo reducen a la apariencia agobiada por una expresión escrupulosa y de una resonancia deliciosa, exquisita, que se aproxima a la perfecta arrogancia estilística. Es precisamente en todo lo anterior que reside lo impersonal de su obra. ¿No les ha pasado a ustedes que al terminar un excelente libro, lo cierran con una sonrisa, con un respirar profundo en señal de gozo, humanidad y satisfacción?; en cambio en la lectura, - si tienen el tiempo y el coraje de la paciencia de llegar al final- de algún libro de los impersonales, no dejan nada o quizá si: la mas absoluta somnolencia de un vacío de incalculable eternidad y el olor a moho de las cosas póstumas. Es que ellos se instalan a escribir con la solemnidad propia de los velorios, en una mano estrujan las cuentas de un rosario mal rezado y con la otra digitan su obra en su laptop de última generación. Admiten honestamente que aspiran a convertirse en “Monolitos de la Literatura Nacional”, se la pasan a la espera que los periódicos publiquen su nombre en letras de molde y se entregan en forma desmedida al narcisismo literario. Quieren, a toda costa, que el ambiente que los circunda les reconozca la celebridad que suponen sus escritos y se esconden en una modestia de sutil mezquindad. El Sistema, por su misma naturaleza, no solo se apropia de los bienes de producción sino también del pensamiento del ser social y esto es imperativo que los poetas y escritores jóvenes, lo reflexionen antes de abotonarse la camisa, limpiarse las uñas y comenzar a escribir, si no toman conciencia de su labor corren el riesgo de manifestarse con un lenguaje novedoso en su candor, de artificios irrelevantes, raquítico en su exaltación y reivindicador de emociones intrascendentes, todo para balbucear, patalear y no caminar. Hay que tener cuidado con la palabra sumisa, que mueve la colita ante la palmadita sobre el hombro, que cierra los párpados ante la lisonja; ¡denle de patadas en el trasero al lenguaje que se refugia en la timidez, la hipocresía y la cobardía! ¿Adónde habíamos quedado? ¡Ah! Si, con los bloques de piedra de la literatura nacional.Al despertar, uno de sus propósitos es alejarse de lo instintivo, de la desmesura, del desatino que provoca el humor, de todo aquello que pueda conducirlo al temblor de los sentidos, nada mas peligroso para ellos que verse inmerso en una pasión, se desvanecen ante el asombro cotidiano que proporciona el paisaje interior de la vida. Se encuentran aferrados al pensamiento absoluto, que la ambición les genera al querer ser reconocidos por la cultura oficial y ser propuestos a ser miembro de la Real Academia de la Lengua, del Ateneo Salvadoreño o de Corporaciones filósofo – filantrópicas, para quedar convertidos en un bien nacional, que permanece al acecho del metafísico anhelo de la inmortalidad. Para finalizar quiero decirles que escribir poesía no es más que una manera de renunciar a las miserias de uno mismo y encontrar la plenitud que proporciona la alegría de vivir.


Santa Tecla, Agosto del 2008


** Presidente de la Asociación Salvadoreña de Médicos

Escritores “Alberto Rivas Bonilla”, Filial Colegio Médico

viernes, 1 de agosto de 2008

Una cita con Borges


Cita con Borges en el Rockefeller Center

Te yergues imponente sobre el paso del
transeúnte.
Ocupas tu lugar de privilegio
en la avenida donde el mundo
muestra su oropel y
sus metales.

Te confundes con tu blasón plateado,
entre los viejos conocidos:
GAP, De la Renta, Bulova...

La sangre de los rieleros se ha perdido
en el olvido,
el color del petróleo es el perfume de las flores en sus tumbas.

Pero,

No es a ti por quien yo vengo.
No es lo tuyo, lo que busco.
No son tus metales,
tu estatua dorada,
tu pista de hielo donde
las figuras se deslizan indiferentes al mundo...

Busco tu sótano.
Busco un rincón bajo tu peso:
es un lugar invisible,
un rincón,
un punto olvidado en el espacio del bullicio..

Atravieso la avenida.
Abro una puerta.
Como un viejo conocido
me introduzco
entre estantes,
a donde siempre tengo una cita con lo improvisto...




Busco un viejo amigo
que encontré un día,
precisamente acá,
hace catorce años.

Registro los rincones en medio de los libros.
Mi mano temblorosa presiente ya,
algo nuevo,...puede que...

¡No puede ser!

¡Esto es una broma del destino!

¡Aquí estás otra vez!

¡ Qué sortilegio!

¡ Qué misterio este de encontrarte!

¿Cómo puedo encontrarte debajo de esta calle,
perdido en los estantes olvidados de Manhatan.?

¡Otra vez!.

Pero aquí estás,
quizá esperándome,
sabiendo que vendría.

Acá te conocí,
y hoy me regalas otra vez algo de ti:
tus últimos poemas,
tu ultimo prólogo,
tu ultima luz: “Los conjurados”

En mis manos estás hoy...
Jorge Luis Borges
Que “dejaste a los demás el universo
Y a [tu] ceguera, la manía del verso”

Jorge Castellón

Octubre 14 del 2006















martes, 22 de julio de 2008

La tristeza y la literatura II


Ayer hablamos de la literatura y la tristeza, o de la tristeza en la literatura. Decíamos que la literatura debe llamar la atención sobre la tristeza, mostrárnosla. No porque no la veamos. Pero debe mostrárnosla de otra forma, de una forma que nos permita llegar a aquello que Vargas Llosa llamó, la compasión.

El arte es transformador. Nos afecta, quizás en ocasiones, mucho más de lo que la realidad desnuda lo puede hacer.

Transcribo como ejemplo estos poemas de Reyes Gilberto Arévalo, de su libro El silencio de los sentidos, es él un escritor salvadoreño, médico pediatra de profesión, que nos habla de una realidad que conocemos, pero que no es difícil ver de frente… he aquí lo que puede hacer la poesía con la realidad.


Niño ciego


Se restriega los ojos
simulando quitarse una basurita,
dulces palabras
atraen su atención


La madre
quiere un hilo de luz
en la memoria de su hijo

Ha de enterarse
que a la vida se viene
para ver la luz
y sus alrededores



Hidrocefalia



Memoria perdida
es su existencia,
nació
con agua en la cabeza.

Ha de crecer
con rumor de caída de agua,
que es su imaginación.


Niño quemado


Carne viva
en cuerpo de humano
temblor,

lágrimas
en gritos suplicantes.

Lo bañan
con lo delicado
que deja un beso en la frente.

Por el momento
injertos
anudan esperanzas

En la amplitud del tiempo
y en señal de vida,
cicatrices
han de cubrir su piel.


Tomado de: Poesia Extraviada. Antología poética. Reyes Gilberto Arévalo. Canoa editores, El Salvador. 2007.

lunes, 21 de julio de 2008

La tristeza y la literatura


Hace algunos días leí unas palabras, una sentencia, una conclusión: la alegría no nos necesita, la autora de dicha frase, me pareció, resumia en cinco palabras todo un largo camino de comprensión del por qué de la literatura, del poema. Por extraño que parezca, en esas cinco palabras se esconde toda una verdad inobjetable. No aceptarla, no lidiar con ella por lo menos, nos deja al margen de la realidad, del mundo, del destino, de una mejor comprensión de la vida. Cuando Marguerite Duras escribe eso, nos quiere sin duda, decir muchas cosas. Pero precisamente, creo - como era su costumbre-, nos da las palabras necesarias, las justas, para entrar a un sentido todavía mas profundo y complejo, aquel que nos explique el por qué se escribe…

Intentando recordar algunas palabras de Ana Maria, Matute, esta otra escritora parece seguir el pensamiento de Duras, cuando apunta que la verdadera literatura es triste, porque triste es la vida. Que la literatura intenta presentar esa realidad de una forma distinta, pero no por ello menos triste. Pero henos aquí ante una paradoja. Si el arte es esencialmente una experiencia estética, y si la estética se refiere a la percepción y creación de la belleza, ¿cómo lo triste puede ser bello?

La obra máxima de la literatura latinoamericana es para muchos El llano en llamas (1953), de Juan Rulfo. Este autor, tan solo escribió dos obras. Con eso bastó. Eso fue suficiente para abarcar la realidad no en extensión, sino en profundidad. Nadie medianamente sensible o informado, puede negar que la obra de Rulfo, difícilmente puede excluirse de dos adjetivos aparentemente incongruentes, el de ser una obra bella, y el de ser una obra triste. Que nos habla de la tristeza. Por su parte, el antecedente literario de la obra de Rulfo, Cuantos de Barro (1934), del salvadoreño Salarrué, es después de tres cuartos de siglo, la obra cumbre de la literatura de este país centroamericano. Ambas, aquella y esta, consideradas por Augusto Monterroso, los cuentos más tristes de Latinoamérica.

Muy particular recordar, que la novela The Road, del norteamericano Cormac Mc Carthy y que ganara el Premio Pulitzer el año recién pasado, es una fatídica historia, en un mundo en destrucción, en caos, eso que de forma tan simple algunos llaman futurista. Más atrás en el tiempo, Las uvas de la ira, (1039) de John Steinbeck es por su parte una de las mejores novelas en lengua inglesa del siglo veinte y una mas, de ese siempre triste paisaje humano al que Steinbeck dedico su vida.

No podemos olvidar, The Old Man And The Sea (El viejo y el mar) publicada en 1952 por Ernest de Hemingway, una de las historias más hermosas de la literatura universal, y que Vargas Llosa destaca por su llamado a la compasión. Sólo lo triste te arrastra a la compasión. La soledad de Santiago, su lucha y su triunfo, es una bellísima historia humana eternizada.

Y los cuentos de Wilde, como El príncipe egoísta o El ruiseñor y la rosa, ¿no son en su esencia tristes? ¿Y que son Los miserables entonces, o Los Hermanos Karamazov? Tan sólo historias tristes, hermosamente tristes.

La tristeza nos necesita, la literatura debe llamar la atención sobre la tristeza, nos dice nuevamente Matute. Pues el compromiso del escritor es el compromiso con lo verdadero, con lo bueno y con lo bello.


Jorge Castellón

miércoles, 16 de julio de 2008

Ana María Matute






Sobre el lenguaje y la literatura.

La palabra es lo más bello que se ha creado. Lo único que tenemos los seres humanos. En el resto nos parecemos a los animales. La palabra es lo que nos salva, es el arma más importante que tenemos, es aquello que nos diferencia de los animales: la palabra y la sonrisa. Para mí es algo fundamental. Incluso con la palabra me siento como una pobrecilla, qué sería de mí si no pudiera hablar. Lo único triste es darse cuenta con el tiempo de que esta arma de aproximación tan efectiva que tenemos los humanos, que es la palabra, cuando verdaderamente es necesaria para algo importante, para comunicarnos profundamente de humano a humano, no sirve, resulta pobre. En ese momento hay que buscar otro lenguaje, el que está detrás de las palabras conocidas. Lo que yo llamo el lenguaje "ningún", ese lenguaje con que puede comunicarse todo ser humano, ese lenguaje que puede entender todo ser humano y hasta no humano: los gatos y los perros, y los pájaros también, y hasta las flores. Este es el lenguaje que yo imagino que utilizan los gnomos, los trasgos, los duendes y hasta las hadas. [...] El lenguaje "ningún" que tiene gotas de luna en los ojos..., el lenguaje "ningún" que está detrás de las palabras y se refleja en los ojos de las personas, y los ojos son el espejo del alma. Lástima que, desde que fueron a la Luna todas esas gentes, el encanto se ha estropeado un poco. Todos hablamos con las mismas palabras: "silla", "nariz", "hombre", "mujer", pero es la forma de colocarlas, de correrlas, de poner una delante de otra o detrás de otra, de dejar espacios en blanco, lo que llega a ser la literatura; es decir, encontrar la verdadera lengua dentro de la lengua. El lenguaje que está detrás de las palabras, al que llamo lenguaje "ningún", cuando se escribe con el envés de las palabras, como cuando se vuelve un bordado y se ve la trama, el tejido, eso es la literatura. Y fundamentalmente, eso es la poesía. Le tengo respeto a la poesía; es la máxima expresión literaria. Quizá ese lenguaje sea en el fondo mi definición personal de lo que es la escritura. Algo que no se limita a contar hechos, cosas, sucesos. La literatura es dar una visión de lo que la verdad es: por ejemplo, una vida, una persona, unos sentimientos. El lenguaje "ningún", según yo lo describo en Olvidado rey Gudú, es el lenguaje de los duendes y algo más complicado de explicar en pocas palabras.




Ana María Matute


Tomado de Ana Maria Matute. La voz del silencio. De Marie-Lise Gazarian-Gautier. Espasa. Madrid, 1997.





Nota: las negrillas no aparecen en el original.

lunes, 23 de junio de 2008

La obra artística: su creación, goce y recreación.


La creación artística.

Conocer, aprender, descubrir o encontrar. De todo ello, se dice que lo más significativo en el arte, siempre, será el instante de encontrar. Y quizá esa sea una de las muchas diferencias entre la ciencia y el arte, pues el científico, a diferencia del artista, tiene un método para descubrir la verdad científica que es su objetivo. Por su lado, la persona que crea una obra artística no tiene un método prescripto para alcanzar lo que quiere. No existe un método artístico como tal para llegar a la creación de la obra perfecta. El artista está condenado a la lucha sin tregua consigo mismo, a la desesperación, a la locura, a la soledad, al desgarrante dolor, a la frustración constante, y alguna vez, puede que le sea permitido arribar a la orilla de su sueño, de su anhelo: su obra cumbre, esa que tan sólo ha imaginado.

No es menos ardua la labor científica, pero difiere en que el quehacer artístico no hace hipótesis, no traza un método, no tiene una lógica de discernimiento encaminado a un fin. Cuenta tan sólo con el impulso creativo del artista, su talento o su destino; con una inexplicable noción de la belleza en cualquiera de sus formas; así como, con esa ilimitada fuerza emotiva que le permite lograr ese rapto, ese secuestro increíble de algo que parece no pertenecerle, pero que sin embargo, engendra, para otra vez, dejar de ser de él o de élla, y al final abandonarle.

Sí, hay aquellas excepciones donde este esfuerzo del engendrar creativo, parece estar ausente. Es cuando el artista no sólo imagina extraordinariamente, sino que, posee el genio, ese halo creador que hace que su labor se haga con espontánea alegría, -como si fuese una función natural de la persona-, y que su creación sea tan perfecta, tan lograda, como para siempre devenir eterna. Pero los Mozarts, los Rimbauds, los Paganinis, o los Van Goghs, parecen ser extrañas excepciones, inauditas, y nos hacen creer que esa prolijidad de la facultad creadora pudiera estar al alcance también del resto de la humanidad, con esa misma facilidad… ¡Oh, triste espejismo! Pues para la gran mayoría de los seres humanos, la creación artística es una batalla, una lucha, pero no por ello, menos alegre, menos jubilosa, menos mágica y fructífera que la de aquellos venidos a este mundo con el halo de su genio. Puesto que si bien hubo un Mozart, también hubo un Salieri, y al caprichoso e incansable inventar de lo perfecto, se le aúna siempre, el disciplinado intento de algún día, merecer encontrarse con lo eterno, por lo menos una vez, en nuestra más que breve vida de seres de carne y hueso.

Pero en cualquiera de los casos, como genio o como obrero artístico, la persona se enfrenta a una vivencia común, indecible, llegado el instante de dar a luz su obra: el misterio de la creación.

El gran biógrafo Stefan Zweig nos recuerda que si algo nos está vedado conocer, esto es el arcano de la creación. Con su trabajo ingente sobre le proceso de creación artística, Zweig nos confirma que tan sólo podemos rastrear el surgimiento de la obra, conocer su desarrollo inicial, pero jamás su momento último, momento que aun para el creador mismo, es algo inefable e incomprensible. La creación artística es un acto sobrenatural en una esfera espiritual que se sustrae a toda observación, anota Zweig. Y luego prosigue: Toda nuestra fantasía y toda nuestra lógica no pueden facilitarnos sino una idea insuficiente del origen de una obra de arte.[1]

Es como si, al entregarnos la obra, el artista entra en una dimensión ajena al mundo material, ajena a la conciencia en su estado de funcionamiento normal. Aquí, se entra a especular, y se toca el terreno de la metafísica, de la magia, de la alquimia de las fuerzas espirituales o simplemente, de un misterio más de la naturaleza. Sea lo que sea, seguimos frente a ese arcano inasequible que hace del arte lo que siempre ha siso y será: una fuerza ideal que engendra belleza y así, agrega al mundo y al universo algo que antes no existía, para luego ser, pero cuyo nacimiento no podemos conocer.


Con esto, se hace más complejo aún contestar las preguntas básicas: ¿Se busca o se encuentra la obra máxima? Si el encontrar presupone una búsqueda previa, un ir hacia algo de forma intencional, deliberada, ¿sucede lo mismo en el arte? Sea dicho que no, que la obra no está a la voluntad, a la disposición del artista, no está en función de un llamado antojadizo. Entonces la obra se encuentra. Asumamos que sí, que es un encuentro. Pero entonces, ¿por qué ese encuentro y no la búsqueda en el arte, es entendido como lo primordial, como el acto inicial y el más importante? ¿Qué razón estética se esconde en esta idea? Quizá la misma razón platónica, que define el proceso del conocer como un recordar. Sólo conocemos lo que recordamos, conocer, aprender es entonces recordar; recordar algo que un día estuvo frente a nosotros, o con nosotros. Y si es así ¿adonde?, y si es así ¿cuándo?

Y se vuelve a especular en este punto: ¿aquel o aquella que crea una obra perfecta, eterna, con su lucha y con su genio, participó alguna vez de algún lejano lugar, de alguna escondida instancia, de otro mundo desconocido a nosotros donde sólo existe la sustancia de eso que llamamos belleza? Y de ser así, al crear, al escribir, al esculpir, al pintar, al componer, tan sólo recuerda esos cánones ignotos de la creación, esas reglas infinitas que le permiten recomponer de nuevo el universo con palabras, formas, colores, sonidos… El artista, al crear, recuerda lo que conoció, lo que vio, quizá, lo que escuchó, del otro lado de este mundo cuya totalidad, nosotros los mortales, apenas percibimos.

La gran escritora Marguerite Duras, quien fue una incansable artista en busca de la más acabada pureza de las palabras, parece confirmar lo arriba dicho, cuando en sus obras nos escribe:

¿Cómo hablar de eso, cómo describir lo que conocía y estaba allá, en el rechazo casi trágico de pasar a lo escrito, como si fuera imposible”[2]

Y luego,

“Arrojar la escritura fuera, maltratarla casi, si, maltratarla, no suprimir nada de su masa inútil, nada, dejarla entera con lo demás, no formalizar nada, ni velocidad ni lentitud, dejar todo en el estado de la aparición”[3]

Como en un acto de magia, la autora nos deja entrever un estado del artista –del escritor en este caso-, en el cual las palabras parecen haber estado en otro lugar, de donde son arrancadas como frutos maduros de algún árbol -para la mayoría prohibido- que se encuentra…en el jardín primigenio de la belleza, jardín donde a su vez, a sus árboles les cuelgan otros frutos: formas inimaginables para la escultura; colores y tonalidades de colores para la pintura; sonidos, racimos o círculos de sonidos para hacer la música, si es que ahí, se les pueda dar el nombre de formas, colores o sonidos.


Y una vez arrancadas las palabras, viene otro misterio, y es que “todo escritor posee un sexto sentido que le indica cuándo ha alcanzado su meta, cuándo el texto que ha venido trabajando ha alcanzado ya la forma que debería tener. Ese momento es siempre un momento de asombro y de reverencia[4] El mismo asombro y reverencia como cuando la persona se encuentra con algo desconocido, pero sagrado, con un mito. “Lo desconocido que uno lleva en si mismo: escribir, eso es lo que se consigue. Eso o nada… La escritura es lo desconocido.”[5]


Pero además de ese acceso misterioso a lo desconocido, o junto con el, a la persona, al artista, al escritor, le está dada otra facultad, que se corresponde con aquel privilegio: la facultad de que, haciendo uso de esos recuerdos, de esos poderes de su alquimia preciosa, pueda convertir todo lo que toca -¡que va!, pueda trasformar todo lo que vive, en belleza. Y sobre esta facultad, Borges dice: “Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y eso tiene que ser más fuerte en el caso de un artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo. Por eso yo hablé en un poema del antiguo alimento de los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia. Esas cosas nos fueron dadas para que las trasmutemos[6], para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a hacerlo.”[7]

Y como fiel a ese precepto de conducta, -que sólo los artistas conocen y practican solitarios-, el insigne poeta salvadoreño Roque Dalton, escribe :

Mi dolor, ah, queridos,
Mi dolor, ah, querida,
Mi dolor, es capaz de inventarnos un pájaro,
Un cubo de madera
De esos donde los niños
Le adivinan un alma musical al alfabeto,
Un rincón entrañable
Y tibio como la geografía del vino
O como la piel que me dejó las manos
Sin pronunciar el himno de tu ancha desnudez de mar
[8]



El goce estético de lo creado.


No buscar, encontrar, decía Picasso, y hay que reflexionar despacio y con profundidad en esa cita del maestro, que es útil otra vez, para imaginar lo que sucede en la contemplación, en el goce de la obra ya creada. No buscar, encontrar… Es que cuando la persona ha decidido dedicar la vida, o lo que pueda dar de la vida, para reverenciar, rendir culto, ser ingenuo seguidor o tímido admirador de lo verdadero, lo bello o lo justo que pueda quedar en el mundo, el hecho de encontrar, -o sea, de maravillarse, o sea, de dejarse deslumbrar, de sorprenderse aún, genuinamente, con lo que de repente sale al encuentro como sorpresa o como misterio-, mientras se camina confuso por el camino de los días, permite vivenciar ese encuentro con lo bello, como un acontecimiento único, personal, fatal si se quiere, determinante para ésta o aquella persona, como un encuentro que viven niños extraviados que van sobre un sendero, y que de súbito, les dispara mariposas, o les hace llover flores.

Es que la belleza esta ahí, para atacarnos, para prenderse de nosotros, y llevarnos con ella, subyugarnos, salvarnos, redimirnos. Y en ese encuentro, se juntan quizá dos momentos, el nuestro, el momento del que encuentra, y el otro, el momento inmanente del que crea, sea Dios, la naturaleza o el artista, o el poeta. Todo está dicho ya en el Himno a la Belleza de Baudelaire, todo.

Tu mirada contiene el ocaso y la aurora,
Y derramas perfumes como tarde de lluvia;
Son tus besos un filtro y tu boca es un ánfora
Que acobardan al héroe y dan ánimo al niño…


De Satán o de Dios, ¿qué más da? Ángel, Sirena,
¿qué más da si al fin tornas – hada de ojos nocturnos,
ritmo, luz y perfume, oh mi reina y señora-
menos ruin este mundo y este tiempo más leve?
[9]


Ese es el momento del que encuentra, del que se deslumbra con la luz refulgente de eso inasible e indecible de lo bello. Y así se cierra un círculo infinito, un tiempo creativo circular: la obra creada, y la vivencia estética del que encuentra lo creado. La escritura y la lectura del libro, del poema. El mito y el rito como ritmo del arte-diría Octavio Paz-, su arcano y su experiencia, su vivencia. Alguien creó, y alguien distinto encontró. Alguien escribió y otro leyó, pero de un lado a otro, corre la misma luz, pues el que encuentra recrea, pues el que lee, reescribe.

Y en esa dialéctica creativa, como rito, sobrevive la reverencia, surgen nuevos misterios que conllevan a su vez a otro mito: el hombre o la mujer, la persona que crea, hacen de su obra creada su sustancia, y así, le rinden gracias, por ser lo que ellos son, por trasmutarse ellos mismos en lo que crearon. Y por eso Neruda canta:


Y ahora,
Poesía,
gracias, esposa,
hermana o madre
o novia,
gracias ola marina,
azahar y bandera,
motor de música,
largo pétalo de oro,
campana submarina,
granero inextinguible,
gracias,
tierra de cada uno de mis días…
[10]

Neruda besa su criatura, como el escultor a su escultura ya viva. La personifica. Pero todavía más misterioso en la vida de asombro y encuentros de un poeta, es que llegado a la orilla donde empieza su muerte, éste, que un día se maravilló por vez primera con el mundo, que formuló sus preguntas infantiles -simiente de su mejor poesía, que elevó hasta alcanzar sus Odas-, que se confundió con lo creado; vuelve, con su postrer obra, al punto inicial, a la actitud primera, al proceso de la transmutación, madura, del mundo en pregunta y en poesía. Con El libro de las preguntas, su última obra, Neruda vuelve de nuevo adonde comenzó el encuentro con las cosas más elementales.


¿Oyes en medio del otoño
detonaciones amarillas?

¿Por qué razón o sinrazón
llora la lluvia su alegría?

¿Que pájaros dictan el orden
de la bandada cuando vuela?

¿De qué suspende el picaflor
su simetría deslumbrante?
[11]


Volver al origen, quizá, sea ese el fin último del goce estético de lo ya creado. Regresar al principio. Trasmutarnos y trasmutar para volver al inicio del arte, a nuestro propio inicio del asombro como semilla que trasciende.


La recreación de la obra creada.


Encontrar y crear, para después volver a encontrar, pero también recrear. Y esa recreación, también es un momento sublime del encuentro. Es una comunión mágica, un vínculo maravilloso, un rehacer que termina en el hacer perfecto. Es el mayor tributo al encuentro maravillosamente común, del primer momento, pero en su nivel excelso.

Recibir la obra, acogerla y reinventarla. Y ahí está, por ejemplo, el Concierto para violín, de Fritz Kreisler, hecho a partir del Concierto No. 1 en D, Opus 6, primer movimiento, de Giacomo Paganini. El maestro del violín del siglo veinte, recrea en las alturas de la excelsitud, lo que sólo puede ser hecho por él: tocar, posar sus dedos sobre la obra del maestro del violín del siglo diecinueve. Recrear la obra cumbre. ¡Osadía sólo de los genios!

Quien si no Borges, pudo recrear, aquel cuento de los dos que sueñan encontrado en las Mil y Una Noches. Allí está, recreado, en su Historia universal de la Infamia. Lo universal sólo puede ser recreado por lo perfecto. Y he aquí, que Borges encuentra, se maravilla con una trama de la mejor ficción, aquella de las múltiples interpretaciones, de las múltiples caras, las que no tienen tiempo ni lugar; las que juegan con los símbolos, el tiempo, el destino y los sueños, en fin, las más caras al inventor de El milagro secreto, y sin quitarle el polvo de oro que le pone el tiempo, la coloca sobre la mesa de sus tesoros, de forma tal que siga viviendo. Tan sólo trabaja para el lenguaje, para la belleza literaria, para la continuidad del poema mismo, dentro de la más clara honestidad de curador, de siervo del arte mismo.


Y es que aquí, en la recreación de la obra ajena, llegamos a un punto máximo, donde muy pocos participan. Es aquí el lugar para los visionarios de un arquetipo, ese símbolo que juega con el tiempo circular, dentro del cual el artista, el elegido como delegado del espíritu, se reencuentra con el mito, el mito del arte, ese que nos explica o nos quiere develar o decir algo de la vida, o de la historia, o de nosotros: nuestro destino, nuestro anhelo o nuestra cuita o nuestra muerte. Y frente a ese mito, ese ser, llamado artista, debe realizar un rito ineludible: debe intuir los secretos y nos los debe mostrar - otra vez- con su lenguaje, como poesía, como lienzo, como sonata. Nos lo debe donar, arropado ahora, con las facultades creativas propias de ese hechicero de lo bello en este tiempo, nos lo debe mostrar acentuado en su encanto milenario, colocado nuevamente con dulzura entre las cosas del altar eterno de la belleza.



Jorge Castellón

Houston, Texas. Junio de 2008


Notas:

[1] El misterio de la creacion artistica. Stefan Zweig. Sequitur.Madrid 2007.
[2] Cita de Christiane Blot-Labarrére en su estudio En Marguerite Duras el paraíso no existe, prólogo a C’EST TOUT- ESTO ES TODO. Marguerite Duras. Ollero y Ramos Editores. Madrid 1998.pp.44

[3] Ibid. pp 45
[4] A la sombra de tu nombre. Rosario Ferré. Alfaguara. 2000. pp. 135. Los subrayados en la cita son míos, y los escojo porque dejan entrever cierto conocimiento a priori del artista, y a la vez, de forma explicita ese asombro ante la obra, esa reverencia ante algo más fuerte o desconocido.
[5] Escribir. Marguerite Duras. Tusquets editores. Mexico. 1994. pp 55
[6] El subrayado es mío.
[7] Siete Noches. Jorge Luís Borges. Fondo de Cultura Económica. 2005
[8] La ventana en el rostro. Roque Dalton. UCA Editores. 1996.
[9] Las Flores del Mal. Charles Baudelaire. Clásicos universal Planeta pp 33
[10] Odas Elementales. Pablo Neruda. Debolsillo. Argentina. pp. 174
[11] The Books of Questions. Pablo Neruda. Traslated by Williams O’Daly. Cooper Canyon Press. 1991.pp 47

miércoles, 18 de junio de 2008

Borges

Hablamos de Borges una noche con un hermano y amigo de aventuras literarias. Nos preguntamos cómo pudo Borges, en la vida que le tocó vivir, cometer tantas insensatas acciones políticas: apoyar una dictadura, aceptar recibir una condecoración de Pinochet! Usualmente ésa es la clase de referencia que en algunos círculos de él se hace. Me quedé con la inquietud de decir algo, de reivindicar quizás, un escritor, no una persona.

Cuando pienso en Borges, me convenzo que era un hombre que sólo vivió para la literatura. Fuera de ella, podía decir o hacer, en el ámbito político claro, cualquier insensatez, cualquier cosa sin sentido. A Borges hay que verlo, por lo que fue: un hombre que únicamente leyó y un hombre que escribió de una forma perfecta. Continuar una tradición, desarrollar un lenguaje, disfrutar el momento estético en Borges, requiere ceder, no conceder, ceder a su legado, tal y como él lo concibió.

Existen miles de artículos y decenas de biografías que los expertos han hecho de su vida y de su obra. Yo me atendré a su doctrina: ir a la obra, no leer la crítica. Borges jamás leyó la crítica de un libro. El disfrutó la obra. Eso le permitió navegar en todas las tradiciones, dominar diversos campos, ahondar múltiples pensamientos. Dijo, que no nos debemos a ninguna tradición, si no, a todas. Fue fiel así mismo siempre literariamente. Conocedor del idioma inglés y el francés; lector asiduo del italiano y el alemán, Borges no tuvo fronteras en las tradiciones. Hizo de la teología y de la historia incluso, un tema literario. Recordemos el cuento “Tres versiones de Judas”.

Su vida personal, su subjetividad más íntima está en su obra. Allí siguió siendo fiel: su terror a las máscaras, a los espejos y a los laberintos. El yo lo aterraba, la confusión sin fin en el espacio y el tiempo fue su tema; la casualidad, las causas, la mortalidad, el olvido, Dios y… el amor. De niño pasaba horas observando los tigres en el zoológico de Buenos Aires: de ahí vendrá un cuento hermoso que el llamó: La escritura de Dios

En esa contradicción que nos planteó de él mismo, nos enseñó que uno puede querer o no al escritor, pero su obra ya no le pertenece y la podemos hacer nuestra. Borges fue conciente de ello. Decía que existe una memoria eterna en la literatura y el escritor la prosigue, la recrea. Al afirmar que “el escritor crea sus predecesores”, hacía referencia a ese proceso de creación-recreación -inconsciente la más de las veces- en que la memoria renace sin que el escritor lo sepa, y luego, el escritor descubre que lo que dijo, ya antes había sido dicho…de otra forma. De esa manera resulta que la memoria, como el tiempo, es circular. Es un eterno retorno. Aquí está otro tema borgeano: la circularidad.

El mexicano Carlos Fuentes -quien no quiso nunca ver a Borges en persona, pese a que siendo adolescente vivió en Argentina y no le faltó ocasión para ello-, menciona que haberlo visto, entrevistarse con él, hubiese sido como ver un dios. Al verlo, perdería su misterio. El Veracruzano, pienso, hereda de alguna forma esas ideas borgeanas del tiempo y del espacio y hace suya esa idea de la tradición. Al sentarse a escribir, dice Fuentes, el escritor debe cargar con toda la tradición en la espalda. Dato particular, a su obra completa Fuentes le nombra “Los círculos del Tiempo.”

El único autor latinoamericano en la biblioteca de Borges es Alfonso Reyes. El regiomontano se gana el privilegio de ser literariamente su huésped, siendo que para Borges, Reyes es el mejor prosista en lengua castellana de todos los tiempos. Leyendo a Reyes, uno atisba la comunicación entre ambos. Recuérdese “La caída” y “La cena”, cuentos ambos en que Reyes adelanta al gran maestro. Pero también Borges no guarda ninguno de sus propios libros en su casa, lo considera una falta de respeto.

Amó la Divina Comedia y Las mil y una noches con un amor particular, y disfrutó y enriqueció con sus elogios toda la literatura escrita en inglés

Borges, parece nunca haber reconocido de lleno el talento de Cortazar, pese a que fue Borges quien le publica su primer cuento. “Recuerdo un hombre exageradamente alto”, es lo único que dice Borges del también escritor argentino, y nunca participa de los encuentros con los nuevos escritores latinoamericanos. Con Sábato diferían, pero incluso llegaron a hacer famosos sus profundos debates. Pero su gran amigo literario fue Adolfo Bioy Cáceres. “Adolfito”, como le llamaba, fue su co-autor en varios artículos y libros. Victoria Ocampo también es amiga cercana del escritor. Contradicción tras contradicción, Borges crea sus admiradores y detractores.

En su otra vertiente, no existe escritor nacido en Latinoamérica, que haya profundizado más en el idioma inglés como Borges. Fue capaz de ahondar en los orígenes de ese idioma nórdico, y en colectivo – cosa rara-, realiza un estudio del escandinavo y sus leyendas. En colaboración, crea a su vez, una obra imaginariamente insólita: El libro de los seres imaginarios. Aquí recorre la mitología occidental y oriental –exceptuando la mesoamericana, por supuesto-, y lega un libro donde la erudición y la literatura se hermanan creativamente. A la vez, Borges, trae al español la tradición judía. Sus cuentos están llenos de referencias y conceptos de esta tradición. Poemas como El Golem son el resultado de esta incursión maravillosa.

Existen dos obras poco conocidas del autor: Siete Noches y The Craft of Verse. Al parecer la última sólo se ha publicado en inglés. En ambas, cuyo contenido son conferencias en Argentina -la primera-, y en la Universidad de Harvard -la segunda-, Borges desarrolla una teoría estética del verso, sin teoría. Únicamente describiendo sus encuentros personales con la poesía, la vivencia estética de un lector. No me jacto de lo que he escrito, me jacto de lo que he leído, repite siempre en diversas formas.

Personalmente creo, que hay dos cuentos de Borges donde su imaginación literaria alcanza su cenit: El inmortal y El milagro secreto. En el primero, nos introduce en una pesadilla, de la que difícilmente salimos ilesos. Nos enfrentamos a un lugar insólito donde el tiempo esta quieto, donde viven los que siempre existen. Laberintos sin fin, escaleras que no van a ningún lado.

Creo que el sueño era importante en la creación de Borges. El sueño o la pesadilla. Borges de alguna forma era un Dalí de las letras. Recuérdese su vertiente surrealista. El segundo cuento que refiero, es una creación increíble de un hombre que le pide a Dios la oportunidad de terminar un libro inconcluso antes de ser fusilado. Dios le concede el regalo. Y el hombre escribe en ese ¿tiempo? que media entre, el disparo de la bala y el momento en que penetra en su cuerpo. “No trabajó para la posteridad, ni aun para Dios” dice el cuento. Hay aquí, la obsesión y la mística de un escritor como cualquier otro que batalla con su necesidad de crear.

Pero Borges también hizo poesía. Cristalina, pura, depurada, perfecta. Y es en la poesía donde los temas se abrevan en su nítida sustancia de musicalidad y profundidad. Temas como El reloj de Arena, Límites, La moneda, van entre poesía y prosa; entre tratado filosófico y anecdótica doctrina. Nunca dejó de ser el cuentista, e hizo de la poesía casi un cuento y del cuento una poesía.


Borges el hombre, no tuvo hijos, sí varios matrimonios “arreglados”, su condición de ciego le hacia necesario una persona que le cuidara pues su madre envejecía. Se enamoró ya cerca de sus ochenta años en una controversial relación con una estudiante suya: Maria Kodama. Juntos viajaron por todo el mundo, hasta llegar a Ginebra, donde Borges muere en 1986. Se le considera siempre un escritor para escritores.

Jorge Castellon

Septiembre 2006
Revisado diciembre 2007

Publicado en:

El Faro, El Salvador
http://www.elfaro.net/secciones/el_agora/20061002/ElAgora9_20061002.asp

Revista Amsterdam Sur, Holanda
http://www.amsterdamsur.nl/JCastellon2.html

Memorias de Adriano


Todo ser que haya vivido la aventura
humana vive en mí


Marguarite Yourcenar


Yo entreveía de otra manera mis relaciones con lo divino. Me imaginaba secundándolo en su esfuerzo por informar y ordenar un mundo, desarrollando y multiplicando sus circunvoluciones sus ramificaciones y rodeos. Yo era uno de los rayos de la rueda, uno de los aspectos de esa fuerza única sumida en la multiplicidad de las cosas, águila y toro, hombre y cisne, falo y cerebro conjuntamente. Proteo que a la vez es Júpiter.”

Memorias de Adriano.


Europa nos dio, durante e inmediatamente después de la segunda guerra mundial, obras literarias fundamentales. Fundamentales por su lenguaje, por su estilo, por su tema, pero sobre todo por su contemporaneidad, por su postura ante un mundo que quería emerger de entre las ruinas y la irracionalidad; fundamentales por la búsqueda de una actitud nueva ante la vida y ante la humanidad misma. Ahí están el Doctor Fausto (1947) de Mann; El tambor de hojalata (1959) de Grass; El juego de los abalorios (1943) de Hesse; La peste (1947) de Camus; Zorba el griego (1948) de Kazantzakis, y tantas otras. Pero, de entre todas ellas, emerge una obra, menos conocida sí, pero no por ello menos perfecta, menos visionaria y particularmente, más intemporal y por ello, mas idónea y necesaria en cualquier tiempo. Obra que también merece ser eterna, siempre, me refiero a Memorias de Adriano, escrita por Marguarite Yourcenar.

El libro de Yourcenar, publicado en el otoño de 1951 por la editorial francesa Plon, apareció en ese mismo verano, publicada en tres partes en la revista La Table Ronde. En agosto, la autora escribe: “…pienso [ ] que el libro tendrá probablemente pocos lectores, en todo caso pocos lectores buenos”. La obra fue traducida en 1955 del francés al español, dichosa y más que perfectamente, por nuestro gran escritor Julio Cortazar, y ésa es la edición que conocemos los latinoamericanos. Para los lectores de habla inglesa, la obra se suplicó también en 1955 por la editorial Farrar, Straus and Young de New York, siendo traducida del francés, por la amiga de la escritora, Grace Frick, con quien la autora compartió más de treinta años de vida en común en su mutuo retiro de Mount Black Island -una isla en las costas de Maine, Estados Unidos. A este lugar ambas lo bautizan con el nombre de La Petit Placiere.

La obra se gesta ya en los años 20 y queda inconclusa, siendo en el “exilio” de la autora que la obra es reanudada, en 1947, cuando Yourcenar recupera manuscritos y cartas, perdidas en Europa a razón de la segunda guerra mundial. “Hay obras a las que hay que atreverse después de los cuarenta años” dice Yourcenar. Al momento de finalizar la obra, la escritora cuenta con la edad de 48 años

Lectora atenta de Proust y de Mann – a quien le llama maestro-; traductora de Woolf, estudiosa de Gide, con quien le unió un vínculo de amistad, Yourcenar no escapa a la más ingente contemporaneidad, a la mejor tradición de la prosa de la segunda mitad del siglo veinte y a esas tendencias nuevas que surgen de la época. Profundiza en todas las culturas desde la japonesa hasta la quechua. Siendo su primera lengua el francés, domina a su vez el inglés, el griego, el latín, el italiano y no tiene fronteras para estudiar y reflexionar del pasado y del presente en lo que de mejor ha dado el género humano en la literatura y la cultura: traduce poesía clásica griega, recoge leyendas orientales desde los Balcanes al Japón. “Hay más de una sabiduría, y todas son necesarias al mundo; no está mal que se vayan alternando”, dice a través de Adriano.

Al parecer la más completa biografía de Yourcenar que se haya conocido, es la elaborada por Josyane Savigneau amiga personal de la escritora, y quien fuera a su vez, la crítica literaria de Le Monde. Esta biografía fue publicada en español en 1991. Se debe mencionar que la escritora formó parte de la Academia Francesa de la Lengua desde 1981, siendo la primera mujer elegida para ello en 300 años. Paradójicamente, quizá, la revista de crítica literaria más prestigiosa de Estados Unidos, The New Yorker, únicamente registra un artículo sobre la autora y su obra, escrito en febrero del 2005 por Joan Acocella. Contemporánea de Marguarita Duras y Simona de Beauvoir, la obra de Yourcenar parece ser menos conocida que la de sus coterráneas, al menos de este lado del atlántico.

Yourcenar viaja incansablemente. Grecia guarda para ella un encanto particular, y viaja a esas tierras muy frecuentemente; pero de igual forma, visita Rusia, Noruega, África, Holanda, Alemania; realiza permanentes estadías en Italia, Francia, España. Aquí busca y visita el lugar donde se supone Lorca fue enterrado. Recorre incansablemente la Villa Adriana en Roma, mientras la obra va escribiéndose internamente. Siempre su correspondencia viaja más lenta que su destinataria, que tiene que alertar a sus amigos de cuál ha de ser su próxima dirección postal. Mas su residencia permanente, después de 1950 es su querida isla en Maine, Estados Unidos. Allí cultiva árboles, cuida de sus perros y va construyendo con el tiempo una riquísima biblioteca personal que recubre todas las paredes de su casa.

La libertad es un tema Yourceniano; el conocimiento y el poder de la razón; la sensualidad y el respeto a la naturaleza. Los sueños le son dignos de profundas reflexiones y escribe en los años treinta un libro dedicado al tema, “Sueños y destinos, que fue publicado en inglés, hasta 1999. A sus 23 años publica una obra controversial, Alexis, donde aborda el tema de la homosexualidad, y del amor no correspondido. Su erudición le permite ambientar cualquier época y región. Cuentos Orientales (1938) y Como el agua que fluye (1982) lo atestiguan.


Memorias de Adriano no surge del caos de la post-guerra, surge de la búsqueda de una escritora por un personaje genuino, único y que conjugara una cosmovisión, una actitud, una filosofía personal, múltiples temas; surge del intento de literaturizar un hecho donde se dio la feliz conjunción “de un temperamento, un mundo y una función” y por lo tanto, expresar los máximos limites y las extremas posibilidades de un ser humano dentro de su circunstancias vitales. Y la obra responde, así, a la necesidad de concluir, en un momento justo, la inquietud que la escritora ha venido madurando a lo largo de veinte años; luego, a la necesidad de la utopía; a una urgencia por la verdad, y a dibujar la posibilidad de que el ser humano es capaz de la construcción de un mundo mejor y feliz, aun siendo nosotros falibles, imperfectos y mortales. Que sea la post-guerra donde se da a conocer el libro, bien, pero pudo ser en otro momento histórico, cualquiera, pues los humanos siempre soñamos esas posibilidades.


Esta es una obra humanista, su preocupación es también la sociedad y el individuo; la sabiduría y el poder; el bienestar de la sociedad, su gobierno, su sufrir y sus formas de redención. Pero no es un manifiesto, o una tesis; no es un tratado ni un frió documento histórico; va lejos de la hagiografía: es una novela histórica, por lo tanto es ficción y verdad. Pero es también, un ahondamiento dentro de una personalidad, de cómo ahí se entreteje los afectos, las convicciones, las capacidades y la ideología; el crimen y la virtud. A la imaginación psicológica de un Stephan Zweig, Yourcenar antepone el conocimiento y la comprensión justa de los actos humanos. Sin el uso de diálogos con los otros, mas bien, en el dialogo consigo mismo sobre los otros, se nos descubre un mundo interno como un mosaico de rasgos infinitos. Y esto a través de un lenguaje lleno de aquello que Borges llamaba a ser la cualidad principal de un escritor: el encanto, donde se entrelaza, la más justa palabra para la perfecta imagen. La novela es el más claro ejemplo de una prosa exquisita, que sólo un escritor como Cortázar, podía permitirnos disfrutar con su traducción.

Cuando el libro es publicado, veníamos de un mundo horrorizado, desconfiado y destruido, íbamos en busca de un sentido, de una nueva razón, o simplemente de un intento por justificarnos, Así, por ejemplo, nació una filosofía del individuo y su libertad, su autodeterminación, cuyo análisis de suyo excede la intención de este escrito, pero que es un punto de referencia. El presente era entonces, en ese momento de la historia, una necesidad de transformación y el futuro un sueño, una actitud nueva frente al mundo

La obra está escrita en forma de una extensa carta plegado de recuerdos, de memorias, de reflexiones; estas memorias tiene un destinatario, una persona: Marco Aurelio, a quien Adriano ha ya elegido como su sucesor en el poder. Pero, escribir en primera persona es un reto para cualquier escritor. Autor y personaje van de la mano, pero para el escritor serio, el personaje es una individualidad ajena, es un yo distinto al que tiene que dejar ser y que tiene que conocer, y “en literatura la imaginación es el conocimiento, dice Carlos Fuentes: hay que imaginar. Pero en la novela histórica, es un imaginar sobre la base de un estudio lo más amplio posible de ese ser y de su ambiente; de ese yo y su circunstancia, si queremos hablar con las categorías de Ortega y Gasset, y que Yourcenar nos lega tan literariamente en la voz de un hombre, sus afectos, su poder y su mundo.

Al mismo tiempo, como señala Milan Kundera en su ensayo El arte de la novela, “hay, por una parte, la novela que examina la dimensión histórica de la existencia humana y, por la otra, la novela que ilustra una situación histórica, que describe una sociedad en un momento dado”. A mi entender Yourcenar logra ambas cosas, destacando principalmente esa dimensión histórica de la existencia de una persona (el emperador Adriano). Por otra parte, siguiendo siempre a Kundera, “crear a un personaje vivo, significa: ir hasta el fondo de su problemática existencial” Y esto es el logro mayor de esta novela. En ningún momento la autora nos habla de algún atributo físico de Adriano. No lo necesitamos. Esa falta de información no lo vuelve menos vivo ante nosotros. Lo que le da vida, es ese hombre en su oposición o sumisión frente a sus importancias, eso de que la circunstancia está hecha en la vida personal, para tomar otra categoría Ortegana.

Dice Yourcenar en una carta a Joseph Breitbach: “ De todas mis obras, no hay ninguna otra en la que haya puesto, en cierto sentido, tanto de mí misma, tanto trabajo, tanto afán de absoluta sinceridad; ninguna otra tampoco en donde yo me haya mas deliberadamente eclipsado ante un tema que me excedía” Y prosigue en la misma carta: “ Lo que, por contraste, me interesaba mostrar en Adriano era que fue un gran pacificador que nunca se limitó a vanas palabras, un letrado, heredero de varias culturas, que fue así mismo el más enérgico de los hombres de Estado, un gran individualista y, por esa misma razón, un gran legislador y un gran reformador; un voluptuoso, y también (no digo pero también), un ciudadano, un amante obsesionado por sus recuerdos, unido por diversos lazos a varias personas, mas también al mismo tiempo, y hasta el final, una de las mentes mas controladas que jamás se dieron”

Así, entrar en el alma de un hombre que existió hace casi dos milenios y que en su momento fue el emperador romano más espiritualmente griego que existió ; vivir con él sus sueños, sus delirios, sus deseos, sus dolores, sus impulsos y manías; visionar junto a él un futuro que para nosotros es presente. Llegar y compartir un pasado que lo sentimos como un hoy y que nos arrastra con su torbellino de vivencias; en otras palabras, jugar con el tiempo, hacerlo o dejar que nos haga a su antojo, eso es Memorias de Adriano: una invitación, un viaje sin retorno ya, al pasado más lejano y más próximo que podamos sentir a un mismo tiempo.

Después de varias relecturas a lo largo de una década, descubro lo que Borges decía de la lectura: “Ahí donde el libro encuentra su lector, se produce el hecho estético”; sólo que con este libro, el hecho estético deja paso a algo más, a la delicia de imaginarse- por obra de creer en el lenguaje-, que uno como ser humano es eterno, poderoso, y al mismo tiempo mortal, vulnerable, susceptible y lleno de estulticia. En otras palabras, de reconocerse más como humano.

Adriano es un hombre dentro de la historia, como cualquiera de nosotros, que en su momento fue el hombre más poderoso de la tierra y junto a este personaje, uno se reconoce en aquellos sentimientos y temores que son tan nuestros en cualquier tiempo: “Quería el poder. Lo quería para imponer mis planes, ensayar mis remedios, restaurar la paz. Sobre todo lo quería para ser yo mismo antes de morir” dice Adriano. Y proféticamente declara: “…la raza humana necesita quizá el baño de sangre y el pasaje periódico por la fosa fúnebre... Veía volver los códigos salvajes, los dioses implacables, el despotismo incontestado de los príncipes bárbaros, el mundo fragmentado en naciones enemigas, eternamente inseguras.” Es que este personaje nos desnuda, nos habla de la intemporalidad y la universalidad de nuestra esencia como personas históricas, hacedores del bien y del mal a lo largo de los tiempos.

Pero también, nos hace enorgullecernos de nuestras posibilidades: “Un hombre que lee, que piensa o que calcula, pertenece a la especie y no al sexo; en sus mejores momentos llega a escapar a lo humano” reflexiona. En otros pasajes nos dice: “Cuando hayamos aliviado lo mejor posible las servidumbres inútiles y evitado las desgracias necesarias, siempre tendremos, para mantener tensas las virtudes heroicas del hombre, la larga serie de males verdaderos, la muerte, la vejez, las enfermedades incurables, el amor no correspondido, la amistad rechazada o vendida, la mediocridad de una vida menos vasta que nuestros proyectos y mas opaca que nuestros ensueños- todas las desdichas causadas por la naturaleza divina de las cosas”.

A través de esa voz, nos vemos inducidos a creer en nosotros: “La vida es atroz, y lo sabemos. Pero precisamente porque espero poco de la condición humana, los periodos de felicidad, los progresos parciales, los esfuerzos de reanudación y de continuidad me parecen otros tantos prodigios, que casi compensan la inmensa acumulación de males, fracasos, incuria y error. Vendrán las catástrofes y las ruinas; el desorden triunfará, pero también de tiempo en tiempo, el orden. La paz reinará otra vez entre dos periodos de guerra; las palabras libertad, humanidad y justicia recobraran aquí y allá el sentido que hemos tratado de darles”

No se puede ser más realistamente optimista; no se puede dejar de pensar en los humanistas, en Erasmo de Rótterdam, en Rolland, en Tolstoi, en Gandi. A través de esa voz, que viene del pasado, y que nos habla, recobramos algo que siempre tiende a perderse después de Auschtwitz, de Ruanda, de El Mozote, de Hiroshima. Recobramos, creo, la esperanza y la confianza en la posibilidad de la perfectibilidad, pese a nuestras imperfecciones humanas. No sé si Vidal o Graves han logrado con su trabajo algo parecido; pero Yourcenar recobra no sólo un personaje, crea por medio de un monologo, un dialogo sobre lo que más preocupa a la persona humana: el intento de ser feliz y trascenderse, pese a la enfermedad, la vejez y la muerte.

La autora, luchó siempre por ser fiel a la verdad histórica. Sus fuentes bibliográficas, sus visitas arqueológicas, sus estudios numismáticos y sus profundas incursiones en los estudios culturales y lingüísticos pudieran agotar decenas de páginas tan sólo en lo referido al soporte factual de la obra. (No le fue permitido publicar inicialmente los Carnets o Notas sobre sus investigaciones para escribir Adriano debido a su extensión, que en la versión en español consta de sesenta y cinco páginas). Fue fiel a la verdad histórica, y fue al mismo tiempo, apasionada en la creación literaria. “Conforme iba avanzando, más y más crecía mi respeto por los hechos y por la individualidad única del personaje al que yo trataba de acercarme” nos comenta en su correspondencia.

Hay que destacar en la obra, que Yourcenar escribe decenas de páginas dedicadas a los recuerdos que Adriano guarda de Antinoo -su joven amante- el encuentro, su vida a morosa junto a él, su muerte y su lucha por perpetuarlo después de muerto. “Cuando considero esos años creo encontrar en ellos la Edad de Oro. …El trabajo incesante no era más que una forma de voluptuosidad. Mi vida, a la que todo llegaba tarde, el poder y aun la felicidad, adquiría un esplendor cenital…Dejé de hacer preguntas a los oráculos; las estrellas no fueron más que admirables diseños en la bóveda del cielo… Releí a los poetas. Escribí versos…” Y en su duelo escribe: “La muerte asomaba por doquier en forma de decrepitud o de podredumbre: la mancha de un fruto, la rotura imperceptible en el rotillo de una colgadura, una carroña en la ribera, las póstulas de un rostro… sentía que mis manos estaban siempre algo sucias.” Y Adriano prosigue: “Todo se venia abajo; todo pareció apagarse. Derrumbarse el Zeus Olímpico, el Amo del Todo, El Salvador del Mundo, solo quedó un hombre de cabellos grises sollozando en el puente de una barca”.

Me atrevo a decir, que Antinoo es la figura amorosa más difundida del imperio romano: desde monedas a ciudades que llevan su nombre, pasando por un sin fin de esculturas, que Adriano se afanó por difundir. Como todo ser humano, Adriano nos descubre su amor, su pasión. A través de su amor por su joven amante, el emperador se nos muestra aun más transparente en su estatura de persona semejante a nosotros. La sensualidad, los estados espirituales que crea la relación amorosa con el/la otro/a; los egoísmos; los excesos, el luto. Para entender al emperador, hay que conocer como ama, como olvida y como recuerda… en su papel de amante.

La obra y la vida del artista son indisolubles, auque la obra pertenezca a la posteridad y su poseedor sea ya el anónimo mundo de todas las almas que acarician los destellos inapagables del arte verdadero. Yourcenar, fue una personalidad nacida para escribir este libro. Erudita, y al mismo tiempo, una ciudadana del mundo en el más amplio sentido del término; incansable en sus estudios, visitas, reflexiones e intercambios, vivió amando la sabiduría, la verdad, la libertad y con un profundo respeto por todos los alimentos terrestres: el amor, la naturaleza, la sensualidad. Así, es en el arte donde uno descubre que el destino existe, y que sus frutos, tienen su simiente ya predestinada en una personalidad que se desarrolla buscando su lenguaje, su tema y su obra… su misión.

Porque las coincidencias personales entre el personaje de Adriano y la propia escritora son estrechísimas: ambos llevaron únicamente una Itaca interior; ambos conocieron las variadas formas del amor humano; ambos amaron más que nada el placer y la disciplina que requiere el conocimiento para ser creativo; ambos amaron la belleza en su forma de cultura y de naturaleza. Ambos amaron, de esa forma extraña que hace a la autora decir “no pienso igual que ellos, no amo igual que ellos, pero muero como ellos”. Yourcenar revive a Adriano o Adriano crea a esa Yourcenar que en la edad madura conocimos. El libro debe ser leído después de haber aceptado “la sabiduría de lo incierto” e ir mas allá de nuestra manía de” juzgar antes de comprender”.

Las ideas sobre la amistad, el amor, los alimentos, el sueño, la vejez y la muerte; sobre el orden social, la justicia, el arte, la filosofía, entre otras, realidades sobre las que Adriano reflexiona, son perlas espirituales que se cultivan con una lectura atenta y prolongada; que se nutren del paso de la vida a través de los años y que nos agregan valor a los actos humanos que nos constituyen. El libro se disfruta más con el correr de los años, quizá porque así se van entendiendo más los actos propios y ajenos; o simplemente, porque la obra requiere ser tratada una y otra vez, para ser valorada, descifrada y amada.

Muerta un 17 de diciembre de 1987, tras sufrir un ataque cerebral el día 8 de noviembre del mismo año, deja ya sin realizar sus planes esbozados en una postrer carta fechada el dia 22 de octubre: “… estaré el 12 de noviembre en el hotel Europe-Amsterdam, y me propongo ir en coche a Bélgica (Hotel Amigo-Bruselas) para 3 días, … Luego regreso en coche a Amsterdam y cena o recepción en Palacio…Luego me quedaré en Amsterdam hasta el 3 de diciembre…Viaje en coche (agradable) hasta Copenhague, donde debo dar la conferencia [sobre Borges] el día 8… llegada el 11 de diciembre a Paris…Salida de Zurich para Bombay el 22 de diciembre…”

Yourcenar nos lega un testamento único con su obra. Después de Memorias de Adriano, escribiría The Abyss (1968), traducida al español como Opus Nigrum, la que fuera su otra obra cumbre. A su vez, escribiría un conjunto de tres libros autobiográficos que denomina El Laberinto del Mundo (1984). Otros documentos, guardados en la Biblioteca Houghton de Harvard University, con el nombre de Fondo Yourcenar de Harvard, serán conocidos, por voluntad de la autora, hasta el año 2,037. Es enterrada en Mount Black Island, junto a las tumbas de Grace Frick, -su amante, su secretaria, su amiga, su traductora- y de un amante posterior, un joven periodista llamado Jerry Wiliams, con el que existía una diferencia de 50 años de edad, y quien fuera quizás, su Antinoo…

Borges alguna vez le comentó: “Un escritor cree que trata de muchas cosas, pero lo que deja, con un poco de suerte, es una imagen de sí mismo”.

Jorge Castellón

Houston, Texas, enero del 2007.



Fuentes principales:


Kundera, Milan. El arte de la novela.. Fabula Tusquets Editores. Barcelona, 2004.

Ortega y Gasset, Jose. El hombre y la gente, Tomo I. Revista de Occidente. Madrid, 1967.

Yourcenar Marguarite. Hadrian’s Memories,. Traslated from the French by Grace Frick. Farrar, Straus and Young. New York, 1955.

Yourcenar Marguarite. Cartas a sus amigos. Traducción de Maria Fortunata Prieto Barral. Editorial Alfaguara. España 2,000.

Yourcenar, Marguarite. Memorias de Adriano, Traducción de Julio Cortazar. Editorial Planeta. España, 2,000.


Publicado en: Letralia, Venezuela.
Publicado en: Revista Amsterdamsur, Holanda