lunes, 23 de junio de 2008

La obra artística: su creación, goce y recreación.


La creación artística.

Conocer, aprender, descubrir o encontrar. De todo ello, se dice que lo más significativo en el arte, siempre, será el instante de encontrar. Y quizá esa sea una de las muchas diferencias entre la ciencia y el arte, pues el científico, a diferencia del artista, tiene un método para descubrir la verdad científica que es su objetivo. Por su lado, la persona que crea una obra artística no tiene un método prescripto para alcanzar lo que quiere. No existe un método artístico como tal para llegar a la creación de la obra perfecta. El artista está condenado a la lucha sin tregua consigo mismo, a la desesperación, a la locura, a la soledad, al desgarrante dolor, a la frustración constante, y alguna vez, puede que le sea permitido arribar a la orilla de su sueño, de su anhelo: su obra cumbre, esa que tan sólo ha imaginado.

No es menos ardua la labor científica, pero difiere en que el quehacer artístico no hace hipótesis, no traza un método, no tiene una lógica de discernimiento encaminado a un fin. Cuenta tan sólo con el impulso creativo del artista, su talento o su destino; con una inexplicable noción de la belleza en cualquiera de sus formas; así como, con esa ilimitada fuerza emotiva que le permite lograr ese rapto, ese secuestro increíble de algo que parece no pertenecerle, pero que sin embargo, engendra, para otra vez, dejar de ser de él o de élla, y al final abandonarle.

Sí, hay aquellas excepciones donde este esfuerzo del engendrar creativo, parece estar ausente. Es cuando el artista no sólo imagina extraordinariamente, sino que, posee el genio, ese halo creador que hace que su labor se haga con espontánea alegría, -como si fuese una función natural de la persona-, y que su creación sea tan perfecta, tan lograda, como para siempre devenir eterna. Pero los Mozarts, los Rimbauds, los Paganinis, o los Van Goghs, parecen ser extrañas excepciones, inauditas, y nos hacen creer que esa prolijidad de la facultad creadora pudiera estar al alcance también del resto de la humanidad, con esa misma facilidad… ¡Oh, triste espejismo! Pues para la gran mayoría de los seres humanos, la creación artística es una batalla, una lucha, pero no por ello, menos alegre, menos jubilosa, menos mágica y fructífera que la de aquellos venidos a este mundo con el halo de su genio. Puesto que si bien hubo un Mozart, también hubo un Salieri, y al caprichoso e incansable inventar de lo perfecto, se le aúna siempre, el disciplinado intento de algún día, merecer encontrarse con lo eterno, por lo menos una vez, en nuestra más que breve vida de seres de carne y hueso.

Pero en cualquiera de los casos, como genio o como obrero artístico, la persona se enfrenta a una vivencia común, indecible, llegado el instante de dar a luz su obra: el misterio de la creación.

El gran biógrafo Stefan Zweig nos recuerda que si algo nos está vedado conocer, esto es el arcano de la creación. Con su trabajo ingente sobre le proceso de creación artística, Zweig nos confirma que tan sólo podemos rastrear el surgimiento de la obra, conocer su desarrollo inicial, pero jamás su momento último, momento que aun para el creador mismo, es algo inefable e incomprensible. La creación artística es un acto sobrenatural en una esfera espiritual que se sustrae a toda observación, anota Zweig. Y luego prosigue: Toda nuestra fantasía y toda nuestra lógica no pueden facilitarnos sino una idea insuficiente del origen de una obra de arte.[1]

Es como si, al entregarnos la obra, el artista entra en una dimensión ajena al mundo material, ajena a la conciencia en su estado de funcionamiento normal. Aquí, se entra a especular, y se toca el terreno de la metafísica, de la magia, de la alquimia de las fuerzas espirituales o simplemente, de un misterio más de la naturaleza. Sea lo que sea, seguimos frente a ese arcano inasequible que hace del arte lo que siempre ha siso y será: una fuerza ideal que engendra belleza y así, agrega al mundo y al universo algo que antes no existía, para luego ser, pero cuyo nacimiento no podemos conocer.


Con esto, se hace más complejo aún contestar las preguntas básicas: ¿Se busca o se encuentra la obra máxima? Si el encontrar presupone una búsqueda previa, un ir hacia algo de forma intencional, deliberada, ¿sucede lo mismo en el arte? Sea dicho que no, que la obra no está a la voluntad, a la disposición del artista, no está en función de un llamado antojadizo. Entonces la obra se encuentra. Asumamos que sí, que es un encuentro. Pero entonces, ¿por qué ese encuentro y no la búsqueda en el arte, es entendido como lo primordial, como el acto inicial y el más importante? ¿Qué razón estética se esconde en esta idea? Quizá la misma razón platónica, que define el proceso del conocer como un recordar. Sólo conocemos lo que recordamos, conocer, aprender es entonces recordar; recordar algo que un día estuvo frente a nosotros, o con nosotros. Y si es así ¿adonde?, y si es así ¿cuándo?

Y se vuelve a especular en este punto: ¿aquel o aquella que crea una obra perfecta, eterna, con su lucha y con su genio, participó alguna vez de algún lejano lugar, de alguna escondida instancia, de otro mundo desconocido a nosotros donde sólo existe la sustancia de eso que llamamos belleza? Y de ser así, al crear, al escribir, al esculpir, al pintar, al componer, tan sólo recuerda esos cánones ignotos de la creación, esas reglas infinitas que le permiten recomponer de nuevo el universo con palabras, formas, colores, sonidos… El artista, al crear, recuerda lo que conoció, lo que vio, quizá, lo que escuchó, del otro lado de este mundo cuya totalidad, nosotros los mortales, apenas percibimos.

La gran escritora Marguerite Duras, quien fue una incansable artista en busca de la más acabada pureza de las palabras, parece confirmar lo arriba dicho, cuando en sus obras nos escribe:

¿Cómo hablar de eso, cómo describir lo que conocía y estaba allá, en el rechazo casi trágico de pasar a lo escrito, como si fuera imposible”[2]

Y luego,

“Arrojar la escritura fuera, maltratarla casi, si, maltratarla, no suprimir nada de su masa inútil, nada, dejarla entera con lo demás, no formalizar nada, ni velocidad ni lentitud, dejar todo en el estado de la aparición”[3]

Como en un acto de magia, la autora nos deja entrever un estado del artista –del escritor en este caso-, en el cual las palabras parecen haber estado en otro lugar, de donde son arrancadas como frutos maduros de algún árbol -para la mayoría prohibido- que se encuentra…en el jardín primigenio de la belleza, jardín donde a su vez, a sus árboles les cuelgan otros frutos: formas inimaginables para la escultura; colores y tonalidades de colores para la pintura; sonidos, racimos o círculos de sonidos para hacer la música, si es que ahí, se les pueda dar el nombre de formas, colores o sonidos.


Y una vez arrancadas las palabras, viene otro misterio, y es que “todo escritor posee un sexto sentido que le indica cuándo ha alcanzado su meta, cuándo el texto que ha venido trabajando ha alcanzado ya la forma que debería tener. Ese momento es siempre un momento de asombro y de reverencia[4] El mismo asombro y reverencia como cuando la persona se encuentra con algo desconocido, pero sagrado, con un mito. “Lo desconocido que uno lleva en si mismo: escribir, eso es lo que se consigue. Eso o nada… La escritura es lo desconocido.”[5]


Pero además de ese acceso misterioso a lo desconocido, o junto con el, a la persona, al artista, al escritor, le está dada otra facultad, que se corresponde con aquel privilegio: la facultad de que, haciendo uso de esos recuerdos, de esos poderes de su alquimia preciosa, pueda convertir todo lo que toca -¡que va!, pueda trasformar todo lo que vive, en belleza. Y sobre esta facultad, Borges dice: “Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y eso tiene que ser más fuerte en el caso de un artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo. Por eso yo hablé en un poema del antiguo alimento de los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia. Esas cosas nos fueron dadas para que las trasmutemos[6], para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a hacerlo.”[7]

Y como fiel a ese precepto de conducta, -que sólo los artistas conocen y practican solitarios-, el insigne poeta salvadoreño Roque Dalton, escribe :

Mi dolor, ah, queridos,
Mi dolor, ah, querida,
Mi dolor, es capaz de inventarnos un pájaro,
Un cubo de madera
De esos donde los niños
Le adivinan un alma musical al alfabeto,
Un rincón entrañable
Y tibio como la geografía del vino
O como la piel que me dejó las manos
Sin pronunciar el himno de tu ancha desnudez de mar
[8]



El goce estético de lo creado.


No buscar, encontrar, decía Picasso, y hay que reflexionar despacio y con profundidad en esa cita del maestro, que es útil otra vez, para imaginar lo que sucede en la contemplación, en el goce de la obra ya creada. No buscar, encontrar… Es que cuando la persona ha decidido dedicar la vida, o lo que pueda dar de la vida, para reverenciar, rendir culto, ser ingenuo seguidor o tímido admirador de lo verdadero, lo bello o lo justo que pueda quedar en el mundo, el hecho de encontrar, -o sea, de maravillarse, o sea, de dejarse deslumbrar, de sorprenderse aún, genuinamente, con lo que de repente sale al encuentro como sorpresa o como misterio-, mientras se camina confuso por el camino de los días, permite vivenciar ese encuentro con lo bello, como un acontecimiento único, personal, fatal si se quiere, determinante para ésta o aquella persona, como un encuentro que viven niños extraviados que van sobre un sendero, y que de súbito, les dispara mariposas, o les hace llover flores.

Es que la belleza esta ahí, para atacarnos, para prenderse de nosotros, y llevarnos con ella, subyugarnos, salvarnos, redimirnos. Y en ese encuentro, se juntan quizá dos momentos, el nuestro, el momento del que encuentra, y el otro, el momento inmanente del que crea, sea Dios, la naturaleza o el artista, o el poeta. Todo está dicho ya en el Himno a la Belleza de Baudelaire, todo.

Tu mirada contiene el ocaso y la aurora,
Y derramas perfumes como tarde de lluvia;
Son tus besos un filtro y tu boca es un ánfora
Que acobardan al héroe y dan ánimo al niño…


De Satán o de Dios, ¿qué más da? Ángel, Sirena,
¿qué más da si al fin tornas – hada de ojos nocturnos,
ritmo, luz y perfume, oh mi reina y señora-
menos ruin este mundo y este tiempo más leve?
[9]


Ese es el momento del que encuentra, del que se deslumbra con la luz refulgente de eso inasible e indecible de lo bello. Y así se cierra un círculo infinito, un tiempo creativo circular: la obra creada, y la vivencia estética del que encuentra lo creado. La escritura y la lectura del libro, del poema. El mito y el rito como ritmo del arte-diría Octavio Paz-, su arcano y su experiencia, su vivencia. Alguien creó, y alguien distinto encontró. Alguien escribió y otro leyó, pero de un lado a otro, corre la misma luz, pues el que encuentra recrea, pues el que lee, reescribe.

Y en esa dialéctica creativa, como rito, sobrevive la reverencia, surgen nuevos misterios que conllevan a su vez a otro mito: el hombre o la mujer, la persona que crea, hacen de su obra creada su sustancia, y así, le rinden gracias, por ser lo que ellos son, por trasmutarse ellos mismos en lo que crearon. Y por eso Neruda canta:


Y ahora,
Poesía,
gracias, esposa,
hermana o madre
o novia,
gracias ola marina,
azahar y bandera,
motor de música,
largo pétalo de oro,
campana submarina,
granero inextinguible,
gracias,
tierra de cada uno de mis días…
[10]

Neruda besa su criatura, como el escultor a su escultura ya viva. La personifica. Pero todavía más misterioso en la vida de asombro y encuentros de un poeta, es que llegado a la orilla donde empieza su muerte, éste, que un día se maravilló por vez primera con el mundo, que formuló sus preguntas infantiles -simiente de su mejor poesía, que elevó hasta alcanzar sus Odas-, que se confundió con lo creado; vuelve, con su postrer obra, al punto inicial, a la actitud primera, al proceso de la transmutación, madura, del mundo en pregunta y en poesía. Con El libro de las preguntas, su última obra, Neruda vuelve de nuevo adonde comenzó el encuentro con las cosas más elementales.


¿Oyes en medio del otoño
detonaciones amarillas?

¿Por qué razón o sinrazón
llora la lluvia su alegría?

¿Que pájaros dictan el orden
de la bandada cuando vuela?

¿De qué suspende el picaflor
su simetría deslumbrante?
[11]


Volver al origen, quizá, sea ese el fin último del goce estético de lo ya creado. Regresar al principio. Trasmutarnos y trasmutar para volver al inicio del arte, a nuestro propio inicio del asombro como semilla que trasciende.


La recreación de la obra creada.


Encontrar y crear, para después volver a encontrar, pero también recrear. Y esa recreación, también es un momento sublime del encuentro. Es una comunión mágica, un vínculo maravilloso, un rehacer que termina en el hacer perfecto. Es el mayor tributo al encuentro maravillosamente común, del primer momento, pero en su nivel excelso.

Recibir la obra, acogerla y reinventarla. Y ahí está, por ejemplo, el Concierto para violín, de Fritz Kreisler, hecho a partir del Concierto No. 1 en D, Opus 6, primer movimiento, de Giacomo Paganini. El maestro del violín del siglo veinte, recrea en las alturas de la excelsitud, lo que sólo puede ser hecho por él: tocar, posar sus dedos sobre la obra del maestro del violín del siglo diecinueve. Recrear la obra cumbre. ¡Osadía sólo de los genios!

Quien si no Borges, pudo recrear, aquel cuento de los dos que sueñan encontrado en las Mil y Una Noches. Allí está, recreado, en su Historia universal de la Infamia. Lo universal sólo puede ser recreado por lo perfecto. Y he aquí, que Borges encuentra, se maravilla con una trama de la mejor ficción, aquella de las múltiples interpretaciones, de las múltiples caras, las que no tienen tiempo ni lugar; las que juegan con los símbolos, el tiempo, el destino y los sueños, en fin, las más caras al inventor de El milagro secreto, y sin quitarle el polvo de oro que le pone el tiempo, la coloca sobre la mesa de sus tesoros, de forma tal que siga viviendo. Tan sólo trabaja para el lenguaje, para la belleza literaria, para la continuidad del poema mismo, dentro de la más clara honestidad de curador, de siervo del arte mismo.


Y es que aquí, en la recreación de la obra ajena, llegamos a un punto máximo, donde muy pocos participan. Es aquí el lugar para los visionarios de un arquetipo, ese símbolo que juega con el tiempo circular, dentro del cual el artista, el elegido como delegado del espíritu, se reencuentra con el mito, el mito del arte, ese que nos explica o nos quiere develar o decir algo de la vida, o de la historia, o de nosotros: nuestro destino, nuestro anhelo o nuestra cuita o nuestra muerte. Y frente a ese mito, ese ser, llamado artista, debe realizar un rito ineludible: debe intuir los secretos y nos los debe mostrar - otra vez- con su lenguaje, como poesía, como lienzo, como sonata. Nos lo debe donar, arropado ahora, con las facultades creativas propias de ese hechicero de lo bello en este tiempo, nos lo debe mostrar acentuado en su encanto milenario, colocado nuevamente con dulzura entre las cosas del altar eterno de la belleza.



Jorge Castellón

Houston, Texas. Junio de 2008


Notas:

[1] El misterio de la creacion artistica. Stefan Zweig. Sequitur.Madrid 2007.
[2] Cita de Christiane Blot-Labarrére en su estudio En Marguerite Duras el paraíso no existe, prólogo a C’EST TOUT- ESTO ES TODO. Marguerite Duras. Ollero y Ramos Editores. Madrid 1998.pp.44

[3] Ibid. pp 45
[4] A la sombra de tu nombre. Rosario Ferré. Alfaguara. 2000. pp. 135. Los subrayados en la cita son míos, y los escojo porque dejan entrever cierto conocimiento a priori del artista, y a la vez, de forma explicita ese asombro ante la obra, esa reverencia ante algo más fuerte o desconocido.
[5] Escribir. Marguerite Duras. Tusquets editores. Mexico. 1994. pp 55
[6] El subrayado es mío.
[7] Siete Noches. Jorge Luís Borges. Fondo de Cultura Económica. 2005
[8] La ventana en el rostro. Roque Dalton. UCA Editores. 1996.
[9] Las Flores del Mal. Charles Baudelaire. Clásicos universal Planeta pp 33
[10] Odas Elementales. Pablo Neruda. Debolsillo. Argentina. pp. 174
[11] The Books of Questions. Pablo Neruda. Traslated by Williams O’Daly. Cooper Canyon Press. 1991.pp 47

miércoles, 18 de junio de 2008

Borges

Hablamos de Borges una noche con un hermano y amigo de aventuras literarias. Nos preguntamos cómo pudo Borges, en la vida que le tocó vivir, cometer tantas insensatas acciones políticas: apoyar una dictadura, aceptar recibir una condecoración de Pinochet! Usualmente ésa es la clase de referencia que en algunos círculos de él se hace. Me quedé con la inquietud de decir algo, de reivindicar quizás, un escritor, no una persona.

Cuando pienso en Borges, me convenzo que era un hombre que sólo vivió para la literatura. Fuera de ella, podía decir o hacer, en el ámbito político claro, cualquier insensatez, cualquier cosa sin sentido. A Borges hay que verlo, por lo que fue: un hombre que únicamente leyó y un hombre que escribió de una forma perfecta. Continuar una tradición, desarrollar un lenguaje, disfrutar el momento estético en Borges, requiere ceder, no conceder, ceder a su legado, tal y como él lo concibió.

Existen miles de artículos y decenas de biografías que los expertos han hecho de su vida y de su obra. Yo me atendré a su doctrina: ir a la obra, no leer la crítica. Borges jamás leyó la crítica de un libro. El disfrutó la obra. Eso le permitió navegar en todas las tradiciones, dominar diversos campos, ahondar múltiples pensamientos. Dijo, que no nos debemos a ninguna tradición, si no, a todas. Fue fiel así mismo siempre literariamente. Conocedor del idioma inglés y el francés; lector asiduo del italiano y el alemán, Borges no tuvo fronteras en las tradiciones. Hizo de la teología y de la historia incluso, un tema literario. Recordemos el cuento “Tres versiones de Judas”.

Su vida personal, su subjetividad más íntima está en su obra. Allí siguió siendo fiel: su terror a las máscaras, a los espejos y a los laberintos. El yo lo aterraba, la confusión sin fin en el espacio y el tiempo fue su tema; la casualidad, las causas, la mortalidad, el olvido, Dios y… el amor. De niño pasaba horas observando los tigres en el zoológico de Buenos Aires: de ahí vendrá un cuento hermoso que el llamó: La escritura de Dios

En esa contradicción que nos planteó de él mismo, nos enseñó que uno puede querer o no al escritor, pero su obra ya no le pertenece y la podemos hacer nuestra. Borges fue conciente de ello. Decía que existe una memoria eterna en la literatura y el escritor la prosigue, la recrea. Al afirmar que “el escritor crea sus predecesores”, hacía referencia a ese proceso de creación-recreación -inconsciente la más de las veces- en que la memoria renace sin que el escritor lo sepa, y luego, el escritor descubre que lo que dijo, ya antes había sido dicho…de otra forma. De esa manera resulta que la memoria, como el tiempo, es circular. Es un eterno retorno. Aquí está otro tema borgeano: la circularidad.

El mexicano Carlos Fuentes -quien no quiso nunca ver a Borges en persona, pese a que siendo adolescente vivió en Argentina y no le faltó ocasión para ello-, menciona que haberlo visto, entrevistarse con él, hubiese sido como ver un dios. Al verlo, perdería su misterio. El Veracruzano, pienso, hereda de alguna forma esas ideas borgeanas del tiempo y del espacio y hace suya esa idea de la tradición. Al sentarse a escribir, dice Fuentes, el escritor debe cargar con toda la tradición en la espalda. Dato particular, a su obra completa Fuentes le nombra “Los círculos del Tiempo.”

El único autor latinoamericano en la biblioteca de Borges es Alfonso Reyes. El regiomontano se gana el privilegio de ser literariamente su huésped, siendo que para Borges, Reyes es el mejor prosista en lengua castellana de todos los tiempos. Leyendo a Reyes, uno atisba la comunicación entre ambos. Recuérdese “La caída” y “La cena”, cuentos ambos en que Reyes adelanta al gran maestro. Pero también Borges no guarda ninguno de sus propios libros en su casa, lo considera una falta de respeto.

Amó la Divina Comedia y Las mil y una noches con un amor particular, y disfrutó y enriqueció con sus elogios toda la literatura escrita en inglés

Borges, parece nunca haber reconocido de lleno el talento de Cortazar, pese a que fue Borges quien le publica su primer cuento. “Recuerdo un hombre exageradamente alto”, es lo único que dice Borges del también escritor argentino, y nunca participa de los encuentros con los nuevos escritores latinoamericanos. Con Sábato diferían, pero incluso llegaron a hacer famosos sus profundos debates. Pero su gran amigo literario fue Adolfo Bioy Cáceres. “Adolfito”, como le llamaba, fue su co-autor en varios artículos y libros. Victoria Ocampo también es amiga cercana del escritor. Contradicción tras contradicción, Borges crea sus admiradores y detractores.

En su otra vertiente, no existe escritor nacido en Latinoamérica, que haya profundizado más en el idioma inglés como Borges. Fue capaz de ahondar en los orígenes de ese idioma nórdico, y en colectivo – cosa rara-, realiza un estudio del escandinavo y sus leyendas. En colaboración, crea a su vez, una obra imaginariamente insólita: El libro de los seres imaginarios. Aquí recorre la mitología occidental y oriental –exceptuando la mesoamericana, por supuesto-, y lega un libro donde la erudición y la literatura se hermanan creativamente. A la vez, Borges, trae al español la tradición judía. Sus cuentos están llenos de referencias y conceptos de esta tradición. Poemas como El Golem son el resultado de esta incursión maravillosa.

Existen dos obras poco conocidas del autor: Siete Noches y The Craft of Verse. Al parecer la última sólo se ha publicado en inglés. En ambas, cuyo contenido son conferencias en Argentina -la primera-, y en la Universidad de Harvard -la segunda-, Borges desarrolla una teoría estética del verso, sin teoría. Únicamente describiendo sus encuentros personales con la poesía, la vivencia estética de un lector. No me jacto de lo que he escrito, me jacto de lo que he leído, repite siempre en diversas formas.

Personalmente creo, que hay dos cuentos de Borges donde su imaginación literaria alcanza su cenit: El inmortal y El milagro secreto. En el primero, nos introduce en una pesadilla, de la que difícilmente salimos ilesos. Nos enfrentamos a un lugar insólito donde el tiempo esta quieto, donde viven los que siempre existen. Laberintos sin fin, escaleras que no van a ningún lado.

Creo que el sueño era importante en la creación de Borges. El sueño o la pesadilla. Borges de alguna forma era un Dalí de las letras. Recuérdese su vertiente surrealista. El segundo cuento que refiero, es una creación increíble de un hombre que le pide a Dios la oportunidad de terminar un libro inconcluso antes de ser fusilado. Dios le concede el regalo. Y el hombre escribe en ese ¿tiempo? que media entre, el disparo de la bala y el momento en que penetra en su cuerpo. “No trabajó para la posteridad, ni aun para Dios” dice el cuento. Hay aquí, la obsesión y la mística de un escritor como cualquier otro que batalla con su necesidad de crear.

Pero Borges también hizo poesía. Cristalina, pura, depurada, perfecta. Y es en la poesía donde los temas se abrevan en su nítida sustancia de musicalidad y profundidad. Temas como El reloj de Arena, Límites, La moneda, van entre poesía y prosa; entre tratado filosófico y anecdótica doctrina. Nunca dejó de ser el cuentista, e hizo de la poesía casi un cuento y del cuento una poesía.


Borges el hombre, no tuvo hijos, sí varios matrimonios “arreglados”, su condición de ciego le hacia necesario una persona que le cuidara pues su madre envejecía. Se enamoró ya cerca de sus ochenta años en una controversial relación con una estudiante suya: Maria Kodama. Juntos viajaron por todo el mundo, hasta llegar a Ginebra, donde Borges muere en 1986. Se le considera siempre un escritor para escritores.

Jorge Castellon

Septiembre 2006
Revisado diciembre 2007

Publicado en:

El Faro, El Salvador
http://www.elfaro.net/secciones/el_agora/20061002/ElAgora9_20061002.asp

Revista Amsterdam Sur, Holanda
http://www.amsterdamsur.nl/JCastellon2.html

Memorias de Adriano


Todo ser que haya vivido la aventura
humana vive en mí


Marguarite Yourcenar


Yo entreveía de otra manera mis relaciones con lo divino. Me imaginaba secundándolo en su esfuerzo por informar y ordenar un mundo, desarrollando y multiplicando sus circunvoluciones sus ramificaciones y rodeos. Yo era uno de los rayos de la rueda, uno de los aspectos de esa fuerza única sumida en la multiplicidad de las cosas, águila y toro, hombre y cisne, falo y cerebro conjuntamente. Proteo que a la vez es Júpiter.”

Memorias de Adriano.


Europa nos dio, durante e inmediatamente después de la segunda guerra mundial, obras literarias fundamentales. Fundamentales por su lenguaje, por su estilo, por su tema, pero sobre todo por su contemporaneidad, por su postura ante un mundo que quería emerger de entre las ruinas y la irracionalidad; fundamentales por la búsqueda de una actitud nueva ante la vida y ante la humanidad misma. Ahí están el Doctor Fausto (1947) de Mann; El tambor de hojalata (1959) de Grass; El juego de los abalorios (1943) de Hesse; La peste (1947) de Camus; Zorba el griego (1948) de Kazantzakis, y tantas otras. Pero, de entre todas ellas, emerge una obra, menos conocida sí, pero no por ello menos perfecta, menos visionaria y particularmente, más intemporal y por ello, mas idónea y necesaria en cualquier tiempo. Obra que también merece ser eterna, siempre, me refiero a Memorias de Adriano, escrita por Marguarite Yourcenar.

El libro de Yourcenar, publicado en el otoño de 1951 por la editorial francesa Plon, apareció en ese mismo verano, publicada en tres partes en la revista La Table Ronde. En agosto, la autora escribe: “…pienso [ ] que el libro tendrá probablemente pocos lectores, en todo caso pocos lectores buenos”. La obra fue traducida en 1955 del francés al español, dichosa y más que perfectamente, por nuestro gran escritor Julio Cortazar, y ésa es la edición que conocemos los latinoamericanos. Para los lectores de habla inglesa, la obra se suplicó también en 1955 por la editorial Farrar, Straus and Young de New York, siendo traducida del francés, por la amiga de la escritora, Grace Frick, con quien la autora compartió más de treinta años de vida en común en su mutuo retiro de Mount Black Island -una isla en las costas de Maine, Estados Unidos. A este lugar ambas lo bautizan con el nombre de La Petit Placiere.

La obra se gesta ya en los años 20 y queda inconclusa, siendo en el “exilio” de la autora que la obra es reanudada, en 1947, cuando Yourcenar recupera manuscritos y cartas, perdidas en Europa a razón de la segunda guerra mundial. “Hay obras a las que hay que atreverse después de los cuarenta años” dice Yourcenar. Al momento de finalizar la obra, la escritora cuenta con la edad de 48 años

Lectora atenta de Proust y de Mann – a quien le llama maestro-; traductora de Woolf, estudiosa de Gide, con quien le unió un vínculo de amistad, Yourcenar no escapa a la más ingente contemporaneidad, a la mejor tradición de la prosa de la segunda mitad del siglo veinte y a esas tendencias nuevas que surgen de la época. Profundiza en todas las culturas desde la japonesa hasta la quechua. Siendo su primera lengua el francés, domina a su vez el inglés, el griego, el latín, el italiano y no tiene fronteras para estudiar y reflexionar del pasado y del presente en lo que de mejor ha dado el género humano en la literatura y la cultura: traduce poesía clásica griega, recoge leyendas orientales desde los Balcanes al Japón. “Hay más de una sabiduría, y todas son necesarias al mundo; no está mal que se vayan alternando”, dice a través de Adriano.

Al parecer la más completa biografía de Yourcenar que se haya conocido, es la elaborada por Josyane Savigneau amiga personal de la escritora, y quien fuera a su vez, la crítica literaria de Le Monde. Esta biografía fue publicada en español en 1991. Se debe mencionar que la escritora formó parte de la Academia Francesa de la Lengua desde 1981, siendo la primera mujer elegida para ello en 300 años. Paradójicamente, quizá, la revista de crítica literaria más prestigiosa de Estados Unidos, The New Yorker, únicamente registra un artículo sobre la autora y su obra, escrito en febrero del 2005 por Joan Acocella. Contemporánea de Marguarita Duras y Simona de Beauvoir, la obra de Yourcenar parece ser menos conocida que la de sus coterráneas, al menos de este lado del atlántico.

Yourcenar viaja incansablemente. Grecia guarda para ella un encanto particular, y viaja a esas tierras muy frecuentemente; pero de igual forma, visita Rusia, Noruega, África, Holanda, Alemania; realiza permanentes estadías en Italia, Francia, España. Aquí busca y visita el lugar donde se supone Lorca fue enterrado. Recorre incansablemente la Villa Adriana en Roma, mientras la obra va escribiéndose internamente. Siempre su correspondencia viaja más lenta que su destinataria, que tiene que alertar a sus amigos de cuál ha de ser su próxima dirección postal. Mas su residencia permanente, después de 1950 es su querida isla en Maine, Estados Unidos. Allí cultiva árboles, cuida de sus perros y va construyendo con el tiempo una riquísima biblioteca personal que recubre todas las paredes de su casa.

La libertad es un tema Yourceniano; el conocimiento y el poder de la razón; la sensualidad y el respeto a la naturaleza. Los sueños le son dignos de profundas reflexiones y escribe en los años treinta un libro dedicado al tema, “Sueños y destinos, que fue publicado en inglés, hasta 1999. A sus 23 años publica una obra controversial, Alexis, donde aborda el tema de la homosexualidad, y del amor no correspondido. Su erudición le permite ambientar cualquier época y región. Cuentos Orientales (1938) y Como el agua que fluye (1982) lo atestiguan.


Memorias de Adriano no surge del caos de la post-guerra, surge de la búsqueda de una escritora por un personaje genuino, único y que conjugara una cosmovisión, una actitud, una filosofía personal, múltiples temas; surge del intento de literaturizar un hecho donde se dio la feliz conjunción “de un temperamento, un mundo y una función” y por lo tanto, expresar los máximos limites y las extremas posibilidades de un ser humano dentro de su circunstancias vitales. Y la obra responde, así, a la necesidad de concluir, en un momento justo, la inquietud que la escritora ha venido madurando a lo largo de veinte años; luego, a la necesidad de la utopía; a una urgencia por la verdad, y a dibujar la posibilidad de que el ser humano es capaz de la construcción de un mundo mejor y feliz, aun siendo nosotros falibles, imperfectos y mortales. Que sea la post-guerra donde se da a conocer el libro, bien, pero pudo ser en otro momento histórico, cualquiera, pues los humanos siempre soñamos esas posibilidades.


Esta es una obra humanista, su preocupación es también la sociedad y el individuo; la sabiduría y el poder; el bienestar de la sociedad, su gobierno, su sufrir y sus formas de redención. Pero no es un manifiesto, o una tesis; no es un tratado ni un frió documento histórico; va lejos de la hagiografía: es una novela histórica, por lo tanto es ficción y verdad. Pero es también, un ahondamiento dentro de una personalidad, de cómo ahí se entreteje los afectos, las convicciones, las capacidades y la ideología; el crimen y la virtud. A la imaginación psicológica de un Stephan Zweig, Yourcenar antepone el conocimiento y la comprensión justa de los actos humanos. Sin el uso de diálogos con los otros, mas bien, en el dialogo consigo mismo sobre los otros, se nos descubre un mundo interno como un mosaico de rasgos infinitos. Y esto a través de un lenguaje lleno de aquello que Borges llamaba a ser la cualidad principal de un escritor: el encanto, donde se entrelaza, la más justa palabra para la perfecta imagen. La novela es el más claro ejemplo de una prosa exquisita, que sólo un escritor como Cortázar, podía permitirnos disfrutar con su traducción.

Cuando el libro es publicado, veníamos de un mundo horrorizado, desconfiado y destruido, íbamos en busca de un sentido, de una nueva razón, o simplemente de un intento por justificarnos, Así, por ejemplo, nació una filosofía del individuo y su libertad, su autodeterminación, cuyo análisis de suyo excede la intención de este escrito, pero que es un punto de referencia. El presente era entonces, en ese momento de la historia, una necesidad de transformación y el futuro un sueño, una actitud nueva frente al mundo

La obra está escrita en forma de una extensa carta plegado de recuerdos, de memorias, de reflexiones; estas memorias tiene un destinatario, una persona: Marco Aurelio, a quien Adriano ha ya elegido como su sucesor en el poder. Pero, escribir en primera persona es un reto para cualquier escritor. Autor y personaje van de la mano, pero para el escritor serio, el personaje es una individualidad ajena, es un yo distinto al que tiene que dejar ser y que tiene que conocer, y “en literatura la imaginación es el conocimiento, dice Carlos Fuentes: hay que imaginar. Pero en la novela histórica, es un imaginar sobre la base de un estudio lo más amplio posible de ese ser y de su ambiente; de ese yo y su circunstancia, si queremos hablar con las categorías de Ortega y Gasset, y que Yourcenar nos lega tan literariamente en la voz de un hombre, sus afectos, su poder y su mundo.

Al mismo tiempo, como señala Milan Kundera en su ensayo El arte de la novela, “hay, por una parte, la novela que examina la dimensión histórica de la existencia humana y, por la otra, la novela que ilustra una situación histórica, que describe una sociedad en un momento dado”. A mi entender Yourcenar logra ambas cosas, destacando principalmente esa dimensión histórica de la existencia de una persona (el emperador Adriano). Por otra parte, siguiendo siempre a Kundera, “crear a un personaje vivo, significa: ir hasta el fondo de su problemática existencial” Y esto es el logro mayor de esta novela. En ningún momento la autora nos habla de algún atributo físico de Adriano. No lo necesitamos. Esa falta de información no lo vuelve menos vivo ante nosotros. Lo que le da vida, es ese hombre en su oposición o sumisión frente a sus importancias, eso de que la circunstancia está hecha en la vida personal, para tomar otra categoría Ortegana.

Dice Yourcenar en una carta a Joseph Breitbach: “ De todas mis obras, no hay ninguna otra en la que haya puesto, en cierto sentido, tanto de mí misma, tanto trabajo, tanto afán de absoluta sinceridad; ninguna otra tampoco en donde yo me haya mas deliberadamente eclipsado ante un tema que me excedía” Y prosigue en la misma carta: “ Lo que, por contraste, me interesaba mostrar en Adriano era que fue un gran pacificador que nunca se limitó a vanas palabras, un letrado, heredero de varias culturas, que fue así mismo el más enérgico de los hombres de Estado, un gran individualista y, por esa misma razón, un gran legislador y un gran reformador; un voluptuoso, y también (no digo pero también), un ciudadano, un amante obsesionado por sus recuerdos, unido por diversos lazos a varias personas, mas también al mismo tiempo, y hasta el final, una de las mentes mas controladas que jamás se dieron”

Así, entrar en el alma de un hombre que existió hace casi dos milenios y que en su momento fue el emperador romano más espiritualmente griego que existió ; vivir con él sus sueños, sus delirios, sus deseos, sus dolores, sus impulsos y manías; visionar junto a él un futuro que para nosotros es presente. Llegar y compartir un pasado que lo sentimos como un hoy y que nos arrastra con su torbellino de vivencias; en otras palabras, jugar con el tiempo, hacerlo o dejar que nos haga a su antojo, eso es Memorias de Adriano: una invitación, un viaje sin retorno ya, al pasado más lejano y más próximo que podamos sentir a un mismo tiempo.

Después de varias relecturas a lo largo de una década, descubro lo que Borges decía de la lectura: “Ahí donde el libro encuentra su lector, se produce el hecho estético”; sólo que con este libro, el hecho estético deja paso a algo más, a la delicia de imaginarse- por obra de creer en el lenguaje-, que uno como ser humano es eterno, poderoso, y al mismo tiempo mortal, vulnerable, susceptible y lleno de estulticia. En otras palabras, de reconocerse más como humano.

Adriano es un hombre dentro de la historia, como cualquiera de nosotros, que en su momento fue el hombre más poderoso de la tierra y junto a este personaje, uno se reconoce en aquellos sentimientos y temores que son tan nuestros en cualquier tiempo: “Quería el poder. Lo quería para imponer mis planes, ensayar mis remedios, restaurar la paz. Sobre todo lo quería para ser yo mismo antes de morir” dice Adriano. Y proféticamente declara: “…la raza humana necesita quizá el baño de sangre y el pasaje periódico por la fosa fúnebre... Veía volver los códigos salvajes, los dioses implacables, el despotismo incontestado de los príncipes bárbaros, el mundo fragmentado en naciones enemigas, eternamente inseguras.” Es que este personaje nos desnuda, nos habla de la intemporalidad y la universalidad de nuestra esencia como personas históricas, hacedores del bien y del mal a lo largo de los tiempos.

Pero también, nos hace enorgullecernos de nuestras posibilidades: “Un hombre que lee, que piensa o que calcula, pertenece a la especie y no al sexo; en sus mejores momentos llega a escapar a lo humano” reflexiona. En otros pasajes nos dice: “Cuando hayamos aliviado lo mejor posible las servidumbres inútiles y evitado las desgracias necesarias, siempre tendremos, para mantener tensas las virtudes heroicas del hombre, la larga serie de males verdaderos, la muerte, la vejez, las enfermedades incurables, el amor no correspondido, la amistad rechazada o vendida, la mediocridad de una vida menos vasta que nuestros proyectos y mas opaca que nuestros ensueños- todas las desdichas causadas por la naturaleza divina de las cosas”.

A través de esa voz, nos vemos inducidos a creer en nosotros: “La vida es atroz, y lo sabemos. Pero precisamente porque espero poco de la condición humana, los periodos de felicidad, los progresos parciales, los esfuerzos de reanudación y de continuidad me parecen otros tantos prodigios, que casi compensan la inmensa acumulación de males, fracasos, incuria y error. Vendrán las catástrofes y las ruinas; el desorden triunfará, pero también de tiempo en tiempo, el orden. La paz reinará otra vez entre dos periodos de guerra; las palabras libertad, humanidad y justicia recobraran aquí y allá el sentido que hemos tratado de darles”

No se puede ser más realistamente optimista; no se puede dejar de pensar en los humanistas, en Erasmo de Rótterdam, en Rolland, en Tolstoi, en Gandi. A través de esa voz, que viene del pasado, y que nos habla, recobramos algo que siempre tiende a perderse después de Auschtwitz, de Ruanda, de El Mozote, de Hiroshima. Recobramos, creo, la esperanza y la confianza en la posibilidad de la perfectibilidad, pese a nuestras imperfecciones humanas. No sé si Vidal o Graves han logrado con su trabajo algo parecido; pero Yourcenar recobra no sólo un personaje, crea por medio de un monologo, un dialogo sobre lo que más preocupa a la persona humana: el intento de ser feliz y trascenderse, pese a la enfermedad, la vejez y la muerte.

La autora, luchó siempre por ser fiel a la verdad histórica. Sus fuentes bibliográficas, sus visitas arqueológicas, sus estudios numismáticos y sus profundas incursiones en los estudios culturales y lingüísticos pudieran agotar decenas de páginas tan sólo en lo referido al soporte factual de la obra. (No le fue permitido publicar inicialmente los Carnets o Notas sobre sus investigaciones para escribir Adriano debido a su extensión, que en la versión en español consta de sesenta y cinco páginas). Fue fiel a la verdad histórica, y fue al mismo tiempo, apasionada en la creación literaria. “Conforme iba avanzando, más y más crecía mi respeto por los hechos y por la individualidad única del personaje al que yo trataba de acercarme” nos comenta en su correspondencia.

Hay que destacar en la obra, que Yourcenar escribe decenas de páginas dedicadas a los recuerdos que Adriano guarda de Antinoo -su joven amante- el encuentro, su vida a morosa junto a él, su muerte y su lucha por perpetuarlo después de muerto. “Cuando considero esos años creo encontrar en ellos la Edad de Oro. …El trabajo incesante no era más que una forma de voluptuosidad. Mi vida, a la que todo llegaba tarde, el poder y aun la felicidad, adquiría un esplendor cenital…Dejé de hacer preguntas a los oráculos; las estrellas no fueron más que admirables diseños en la bóveda del cielo… Releí a los poetas. Escribí versos…” Y en su duelo escribe: “La muerte asomaba por doquier en forma de decrepitud o de podredumbre: la mancha de un fruto, la rotura imperceptible en el rotillo de una colgadura, una carroña en la ribera, las póstulas de un rostro… sentía que mis manos estaban siempre algo sucias.” Y Adriano prosigue: “Todo se venia abajo; todo pareció apagarse. Derrumbarse el Zeus Olímpico, el Amo del Todo, El Salvador del Mundo, solo quedó un hombre de cabellos grises sollozando en el puente de una barca”.

Me atrevo a decir, que Antinoo es la figura amorosa más difundida del imperio romano: desde monedas a ciudades que llevan su nombre, pasando por un sin fin de esculturas, que Adriano se afanó por difundir. Como todo ser humano, Adriano nos descubre su amor, su pasión. A través de su amor por su joven amante, el emperador se nos muestra aun más transparente en su estatura de persona semejante a nosotros. La sensualidad, los estados espirituales que crea la relación amorosa con el/la otro/a; los egoísmos; los excesos, el luto. Para entender al emperador, hay que conocer como ama, como olvida y como recuerda… en su papel de amante.

La obra y la vida del artista son indisolubles, auque la obra pertenezca a la posteridad y su poseedor sea ya el anónimo mundo de todas las almas que acarician los destellos inapagables del arte verdadero. Yourcenar, fue una personalidad nacida para escribir este libro. Erudita, y al mismo tiempo, una ciudadana del mundo en el más amplio sentido del término; incansable en sus estudios, visitas, reflexiones e intercambios, vivió amando la sabiduría, la verdad, la libertad y con un profundo respeto por todos los alimentos terrestres: el amor, la naturaleza, la sensualidad. Así, es en el arte donde uno descubre que el destino existe, y que sus frutos, tienen su simiente ya predestinada en una personalidad que se desarrolla buscando su lenguaje, su tema y su obra… su misión.

Porque las coincidencias personales entre el personaje de Adriano y la propia escritora son estrechísimas: ambos llevaron únicamente una Itaca interior; ambos conocieron las variadas formas del amor humano; ambos amaron más que nada el placer y la disciplina que requiere el conocimiento para ser creativo; ambos amaron la belleza en su forma de cultura y de naturaleza. Ambos amaron, de esa forma extraña que hace a la autora decir “no pienso igual que ellos, no amo igual que ellos, pero muero como ellos”. Yourcenar revive a Adriano o Adriano crea a esa Yourcenar que en la edad madura conocimos. El libro debe ser leído después de haber aceptado “la sabiduría de lo incierto” e ir mas allá de nuestra manía de” juzgar antes de comprender”.

Las ideas sobre la amistad, el amor, los alimentos, el sueño, la vejez y la muerte; sobre el orden social, la justicia, el arte, la filosofía, entre otras, realidades sobre las que Adriano reflexiona, son perlas espirituales que se cultivan con una lectura atenta y prolongada; que se nutren del paso de la vida a través de los años y que nos agregan valor a los actos humanos que nos constituyen. El libro se disfruta más con el correr de los años, quizá porque así se van entendiendo más los actos propios y ajenos; o simplemente, porque la obra requiere ser tratada una y otra vez, para ser valorada, descifrada y amada.

Muerta un 17 de diciembre de 1987, tras sufrir un ataque cerebral el día 8 de noviembre del mismo año, deja ya sin realizar sus planes esbozados en una postrer carta fechada el dia 22 de octubre: “… estaré el 12 de noviembre en el hotel Europe-Amsterdam, y me propongo ir en coche a Bélgica (Hotel Amigo-Bruselas) para 3 días, … Luego regreso en coche a Amsterdam y cena o recepción en Palacio…Luego me quedaré en Amsterdam hasta el 3 de diciembre…Viaje en coche (agradable) hasta Copenhague, donde debo dar la conferencia [sobre Borges] el día 8… llegada el 11 de diciembre a Paris…Salida de Zurich para Bombay el 22 de diciembre…”

Yourcenar nos lega un testamento único con su obra. Después de Memorias de Adriano, escribiría The Abyss (1968), traducida al español como Opus Nigrum, la que fuera su otra obra cumbre. A su vez, escribiría un conjunto de tres libros autobiográficos que denomina El Laberinto del Mundo (1984). Otros documentos, guardados en la Biblioteca Houghton de Harvard University, con el nombre de Fondo Yourcenar de Harvard, serán conocidos, por voluntad de la autora, hasta el año 2,037. Es enterrada en Mount Black Island, junto a las tumbas de Grace Frick, -su amante, su secretaria, su amiga, su traductora- y de un amante posterior, un joven periodista llamado Jerry Wiliams, con el que existía una diferencia de 50 años de edad, y quien fuera quizás, su Antinoo…

Borges alguna vez le comentó: “Un escritor cree que trata de muchas cosas, pero lo que deja, con un poco de suerte, es una imagen de sí mismo”.

Jorge Castellón

Houston, Texas, enero del 2007.



Fuentes principales:


Kundera, Milan. El arte de la novela.. Fabula Tusquets Editores. Barcelona, 2004.

Ortega y Gasset, Jose. El hombre y la gente, Tomo I. Revista de Occidente. Madrid, 1967.

Yourcenar Marguarite. Hadrian’s Memories,. Traslated from the French by Grace Frick. Farrar, Straus and Young. New York, 1955.

Yourcenar Marguarite. Cartas a sus amigos. Traducción de Maria Fortunata Prieto Barral. Editorial Alfaguara. España 2,000.

Yourcenar, Marguarite. Memorias de Adriano, Traducción de Julio Cortazar. Editorial Planeta. España, 2,000.


Publicado en: Letralia, Venezuela.
Publicado en: Revista Amsterdamsur, Holanda