lunes, 23 de junio de 2008

La obra artística: su creación, goce y recreación.


La creación artística.

Conocer, aprender, descubrir o encontrar. De todo ello, se dice que lo más significativo en el arte, siempre, será el instante de encontrar. Y quizá esa sea una de las muchas diferencias entre la ciencia y el arte, pues el científico, a diferencia del artista, tiene un método para descubrir la verdad científica que es su objetivo. Por su lado, la persona que crea una obra artística no tiene un método prescripto para alcanzar lo que quiere. No existe un método artístico como tal para llegar a la creación de la obra perfecta. El artista está condenado a la lucha sin tregua consigo mismo, a la desesperación, a la locura, a la soledad, al desgarrante dolor, a la frustración constante, y alguna vez, puede que le sea permitido arribar a la orilla de su sueño, de su anhelo: su obra cumbre, esa que tan sólo ha imaginado.

No es menos ardua la labor científica, pero difiere en que el quehacer artístico no hace hipótesis, no traza un método, no tiene una lógica de discernimiento encaminado a un fin. Cuenta tan sólo con el impulso creativo del artista, su talento o su destino; con una inexplicable noción de la belleza en cualquiera de sus formas; así como, con esa ilimitada fuerza emotiva que le permite lograr ese rapto, ese secuestro increíble de algo que parece no pertenecerle, pero que sin embargo, engendra, para otra vez, dejar de ser de él o de élla, y al final abandonarle.

Sí, hay aquellas excepciones donde este esfuerzo del engendrar creativo, parece estar ausente. Es cuando el artista no sólo imagina extraordinariamente, sino que, posee el genio, ese halo creador que hace que su labor se haga con espontánea alegría, -como si fuese una función natural de la persona-, y que su creación sea tan perfecta, tan lograda, como para siempre devenir eterna. Pero los Mozarts, los Rimbauds, los Paganinis, o los Van Goghs, parecen ser extrañas excepciones, inauditas, y nos hacen creer que esa prolijidad de la facultad creadora pudiera estar al alcance también del resto de la humanidad, con esa misma facilidad… ¡Oh, triste espejismo! Pues para la gran mayoría de los seres humanos, la creación artística es una batalla, una lucha, pero no por ello, menos alegre, menos jubilosa, menos mágica y fructífera que la de aquellos venidos a este mundo con el halo de su genio. Puesto que si bien hubo un Mozart, también hubo un Salieri, y al caprichoso e incansable inventar de lo perfecto, se le aúna siempre, el disciplinado intento de algún día, merecer encontrarse con lo eterno, por lo menos una vez, en nuestra más que breve vida de seres de carne y hueso.

Pero en cualquiera de los casos, como genio o como obrero artístico, la persona se enfrenta a una vivencia común, indecible, llegado el instante de dar a luz su obra: el misterio de la creación.

El gran biógrafo Stefan Zweig nos recuerda que si algo nos está vedado conocer, esto es el arcano de la creación. Con su trabajo ingente sobre le proceso de creación artística, Zweig nos confirma que tan sólo podemos rastrear el surgimiento de la obra, conocer su desarrollo inicial, pero jamás su momento último, momento que aun para el creador mismo, es algo inefable e incomprensible. La creación artística es un acto sobrenatural en una esfera espiritual que se sustrae a toda observación, anota Zweig. Y luego prosigue: Toda nuestra fantasía y toda nuestra lógica no pueden facilitarnos sino una idea insuficiente del origen de una obra de arte.[1]

Es como si, al entregarnos la obra, el artista entra en una dimensión ajena al mundo material, ajena a la conciencia en su estado de funcionamiento normal. Aquí, se entra a especular, y se toca el terreno de la metafísica, de la magia, de la alquimia de las fuerzas espirituales o simplemente, de un misterio más de la naturaleza. Sea lo que sea, seguimos frente a ese arcano inasequible que hace del arte lo que siempre ha siso y será: una fuerza ideal que engendra belleza y así, agrega al mundo y al universo algo que antes no existía, para luego ser, pero cuyo nacimiento no podemos conocer.


Con esto, se hace más complejo aún contestar las preguntas básicas: ¿Se busca o se encuentra la obra máxima? Si el encontrar presupone una búsqueda previa, un ir hacia algo de forma intencional, deliberada, ¿sucede lo mismo en el arte? Sea dicho que no, que la obra no está a la voluntad, a la disposición del artista, no está en función de un llamado antojadizo. Entonces la obra se encuentra. Asumamos que sí, que es un encuentro. Pero entonces, ¿por qué ese encuentro y no la búsqueda en el arte, es entendido como lo primordial, como el acto inicial y el más importante? ¿Qué razón estética se esconde en esta idea? Quizá la misma razón platónica, que define el proceso del conocer como un recordar. Sólo conocemos lo que recordamos, conocer, aprender es entonces recordar; recordar algo que un día estuvo frente a nosotros, o con nosotros. Y si es así ¿adonde?, y si es así ¿cuándo?

Y se vuelve a especular en este punto: ¿aquel o aquella que crea una obra perfecta, eterna, con su lucha y con su genio, participó alguna vez de algún lejano lugar, de alguna escondida instancia, de otro mundo desconocido a nosotros donde sólo existe la sustancia de eso que llamamos belleza? Y de ser así, al crear, al escribir, al esculpir, al pintar, al componer, tan sólo recuerda esos cánones ignotos de la creación, esas reglas infinitas que le permiten recomponer de nuevo el universo con palabras, formas, colores, sonidos… El artista, al crear, recuerda lo que conoció, lo que vio, quizá, lo que escuchó, del otro lado de este mundo cuya totalidad, nosotros los mortales, apenas percibimos.

La gran escritora Marguerite Duras, quien fue una incansable artista en busca de la más acabada pureza de las palabras, parece confirmar lo arriba dicho, cuando en sus obras nos escribe:

¿Cómo hablar de eso, cómo describir lo que conocía y estaba allá, en el rechazo casi trágico de pasar a lo escrito, como si fuera imposible”[2]

Y luego,

“Arrojar la escritura fuera, maltratarla casi, si, maltratarla, no suprimir nada de su masa inútil, nada, dejarla entera con lo demás, no formalizar nada, ni velocidad ni lentitud, dejar todo en el estado de la aparición”[3]

Como en un acto de magia, la autora nos deja entrever un estado del artista –del escritor en este caso-, en el cual las palabras parecen haber estado en otro lugar, de donde son arrancadas como frutos maduros de algún árbol -para la mayoría prohibido- que se encuentra…en el jardín primigenio de la belleza, jardín donde a su vez, a sus árboles les cuelgan otros frutos: formas inimaginables para la escultura; colores y tonalidades de colores para la pintura; sonidos, racimos o círculos de sonidos para hacer la música, si es que ahí, se les pueda dar el nombre de formas, colores o sonidos.


Y una vez arrancadas las palabras, viene otro misterio, y es que “todo escritor posee un sexto sentido que le indica cuándo ha alcanzado su meta, cuándo el texto que ha venido trabajando ha alcanzado ya la forma que debería tener. Ese momento es siempre un momento de asombro y de reverencia[4] El mismo asombro y reverencia como cuando la persona se encuentra con algo desconocido, pero sagrado, con un mito. “Lo desconocido que uno lleva en si mismo: escribir, eso es lo que se consigue. Eso o nada… La escritura es lo desconocido.”[5]


Pero además de ese acceso misterioso a lo desconocido, o junto con el, a la persona, al artista, al escritor, le está dada otra facultad, que se corresponde con aquel privilegio: la facultad de que, haciendo uso de esos recuerdos, de esos poderes de su alquimia preciosa, pueda convertir todo lo que toca -¡que va!, pueda trasformar todo lo que vive, en belleza. Y sobre esta facultad, Borges dice: “Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y eso tiene que ser más fuerte en el caso de un artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo. Por eso yo hablé en un poema del antiguo alimento de los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia. Esas cosas nos fueron dadas para que las trasmutemos[6], para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a hacerlo.”[7]

Y como fiel a ese precepto de conducta, -que sólo los artistas conocen y practican solitarios-, el insigne poeta salvadoreño Roque Dalton, escribe :

Mi dolor, ah, queridos,
Mi dolor, ah, querida,
Mi dolor, es capaz de inventarnos un pájaro,
Un cubo de madera
De esos donde los niños
Le adivinan un alma musical al alfabeto,
Un rincón entrañable
Y tibio como la geografía del vino
O como la piel que me dejó las manos
Sin pronunciar el himno de tu ancha desnudez de mar
[8]



El goce estético de lo creado.


No buscar, encontrar, decía Picasso, y hay que reflexionar despacio y con profundidad en esa cita del maestro, que es útil otra vez, para imaginar lo que sucede en la contemplación, en el goce de la obra ya creada. No buscar, encontrar… Es que cuando la persona ha decidido dedicar la vida, o lo que pueda dar de la vida, para reverenciar, rendir culto, ser ingenuo seguidor o tímido admirador de lo verdadero, lo bello o lo justo que pueda quedar en el mundo, el hecho de encontrar, -o sea, de maravillarse, o sea, de dejarse deslumbrar, de sorprenderse aún, genuinamente, con lo que de repente sale al encuentro como sorpresa o como misterio-, mientras se camina confuso por el camino de los días, permite vivenciar ese encuentro con lo bello, como un acontecimiento único, personal, fatal si se quiere, determinante para ésta o aquella persona, como un encuentro que viven niños extraviados que van sobre un sendero, y que de súbito, les dispara mariposas, o les hace llover flores.

Es que la belleza esta ahí, para atacarnos, para prenderse de nosotros, y llevarnos con ella, subyugarnos, salvarnos, redimirnos. Y en ese encuentro, se juntan quizá dos momentos, el nuestro, el momento del que encuentra, y el otro, el momento inmanente del que crea, sea Dios, la naturaleza o el artista, o el poeta. Todo está dicho ya en el Himno a la Belleza de Baudelaire, todo.

Tu mirada contiene el ocaso y la aurora,
Y derramas perfumes como tarde de lluvia;
Son tus besos un filtro y tu boca es un ánfora
Que acobardan al héroe y dan ánimo al niño…


De Satán o de Dios, ¿qué más da? Ángel, Sirena,
¿qué más da si al fin tornas – hada de ojos nocturnos,
ritmo, luz y perfume, oh mi reina y señora-
menos ruin este mundo y este tiempo más leve?
[9]


Ese es el momento del que encuentra, del que se deslumbra con la luz refulgente de eso inasible e indecible de lo bello. Y así se cierra un círculo infinito, un tiempo creativo circular: la obra creada, y la vivencia estética del que encuentra lo creado. La escritura y la lectura del libro, del poema. El mito y el rito como ritmo del arte-diría Octavio Paz-, su arcano y su experiencia, su vivencia. Alguien creó, y alguien distinto encontró. Alguien escribió y otro leyó, pero de un lado a otro, corre la misma luz, pues el que encuentra recrea, pues el que lee, reescribe.

Y en esa dialéctica creativa, como rito, sobrevive la reverencia, surgen nuevos misterios que conllevan a su vez a otro mito: el hombre o la mujer, la persona que crea, hacen de su obra creada su sustancia, y así, le rinden gracias, por ser lo que ellos son, por trasmutarse ellos mismos en lo que crearon. Y por eso Neruda canta:


Y ahora,
Poesía,
gracias, esposa,
hermana o madre
o novia,
gracias ola marina,
azahar y bandera,
motor de música,
largo pétalo de oro,
campana submarina,
granero inextinguible,
gracias,
tierra de cada uno de mis días…
[10]

Neruda besa su criatura, como el escultor a su escultura ya viva. La personifica. Pero todavía más misterioso en la vida de asombro y encuentros de un poeta, es que llegado a la orilla donde empieza su muerte, éste, que un día se maravilló por vez primera con el mundo, que formuló sus preguntas infantiles -simiente de su mejor poesía, que elevó hasta alcanzar sus Odas-, que se confundió con lo creado; vuelve, con su postrer obra, al punto inicial, a la actitud primera, al proceso de la transmutación, madura, del mundo en pregunta y en poesía. Con El libro de las preguntas, su última obra, Neruda vuelve de nuevo adonde comenzó el encuentro con las cosas más elementales.


¿Oyes en medio del otoño
detonaciones amarillas?

¿Por qué razón o sinrazón
llora la lluvia su alegría?

¿Que pájaros dictan el orden
de la bandada cuando vuela?

¿De qué suspende el picaflor
su simetría deslumbrante?
[11]


Volver al origen, quizá, sea ese el fin último del goce estético de lo ya creado. Regresar al principio. Trasmutarnos y trasmutar para volver al inicio del arte, a nuestro propio inicio del asombro como semilla que trasciende.


La recreación de la obra creada.


Encontrar y crear, para después volver a encontrar, pero también recrear. Y esa recreación, también es un momento sublime del encuentro. Es una comunión mágica, un vínculo maravilloso, un rehacer que termina en el hacer perfecto. Es el mayor tributo al encuentro maravillosamente común, del primer momento, pero en su nivel excelso.

Recibir la obra, acogerla y reinventarla. Y ahí está, por ejemplo, el Concierto para violín, de Fritz Kreisler, hecho a partir del Concierto No. 1 en D, Opus 6, primer movimiento, de Giacomo Paganini. El maestro del violín del siglo veinte, recrea en las alturas de la excelsitud, lo que sólo puede ser hecho por él: tocar, posar sus dedos sobre la obra del maestro del violín del siglo diecinueve. Recrear la obra cumbre. ¡Osadía sólo de los genios!

Quien si no Borges, pudo recrear, aquel cuento de los dos que sueñan encontrado en las Mil y Una Noches. Allí está, recreado, en su Historia universal de la Infamia. Lo universal sólo puede ser recreado por lo perfecto. Y he aquí, que Borges encuentra, se maravilla con una trama de la mejor ficción, aquella de las múltiples interpretaciones, de las múltiples caras, las que no tienen tiempo ni lugar; las que juegan con los símbolos, el tiempo, el destino y los sueños, en fin, las más caras al inventor de El milagro secreto, y sin quitarle el polvo de oro que le pone el tiempo, la coloca sobre la mesa de sus tesoros, de forma tal que siga viviendo. Tan sólo trabaja para el lenguaje, para la belleza literaria, para la continuidad del poema mismo, dentro de la más clara honestidad de curador, de siervo del arte mismo.


Y es que aquí, en la recreación de la obra ajena, llegamos a un punto máximo, donde muy pocos participan. Es aquí el lugar para los visionarios de un arquetipo, ese símbolo que juega con el tiempo circular, dentro del cual el artista, el elegido como delegado del espíritu, se reencuentra con el mito, el mito del arte, ese que nos explica o nos quiere develar o decir algo de la vida, o de la historia, o de nosotros: nuestro destino, nuestro anhelo o nuestra cuita o nuestra muerte. Y frente a ese mito, ese ser, llamado artista, debe realizar un rito ineludible: debe intuir los secretos y nos los debe mostrar - otra vez- con su lenguaje, como poesía, como lienzo, como sonata. Nos lo debe donar, arropado ahora, con las facultades creativas propias de ese hechicero de lo bello en este tiempo, nos lo debe mostrar acentuado en su encanto milenario, colocado nuevamente con dulzura entre las cosas del altar eterno de la belleza.



Jorge Castellón

Houston, Texas. Junio de 2008


Notas:

[1] El misterio de la creacion artistica. Stefan Zweig. Sequitur.Madrid 2007.
[2] Cita de Christiane Blot-Labarrére en su estudio En Marguerite Duras el paraíso no existe, prólogo a C’EST TOUT- ESTO ES TODO. Marguerite Duras. Ollero y Ramos Editores. Madrid 1998.pp.44

[3] Ibid. pp 45
[4] A la sombra de tu nombre. Rosario Ferré. Alfaguara. 2000. pp. 135. Los subrayados en la cita son míos, y los escojo porque dejan entrever cierto conocimiento a priori del artista, y a la vez, de forma explicita ese asombro ante la obra, esa reverencia ante algo más fuerte o desconocido.
[5] Escribir. Marguerite Duras. Tusquets editores. Mexico. 1994. pp 55
[6] El subrayado es mío.
[7] Siete Noches. Jorge Luís Borges. Fondo de Cultura Económica. 2005
[8] La ventana en el rostro. Roque Dalton. UCA Editores. 1996.
[9] Las Flores del Mal. Charles Baudelaire. Clásicos universal Planeta pp 33
[10] Odas Elementales. Pablo Neruda. Debolsillo. Argentina. pp. 174
[11] The Books of Questions. Pablo Neruda. Traslated by Williams O’Daly. Cooper Canyon Press. 1991.pp 47

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